Por: Maximiliano Catalisano
En la antigua Grecia, dos ciudades brillaron con fuerza propia: Esparta y Atenas. Ambas compartían lengua, dioses y costumbres, pero sus formas de educar fueron tan distintas que marcaron dos visiones del ser humano. Mientras Esparta formaba guerreros disciplinados al servicio del Estado, Atenas buscaba ciudadanos libres, pensadores, artistas y oradores. En esas diferencias se encuentra el origen de muchas concepciones modernas sobre la educación: la tensión entre el cuerpo y la mente, la obediencia y la creatividad, el deber y la libertad. Comprender cómo educaban estas dos ciudades es mirar el espejo donde aún se reflejan los sistemas educativos del mundo actual.
Desde los primeros años, el destino de un niño espartano o ateniense se definía según los valores de su polis. En Esparta, el nacimiento de un niño era motivo de evaluación: los ancianos del consejo decidían si el bebé estaba lo suficientemente sano como para vivir. Aquellos considerados débiles eran abandonados, porque el ideal era un cuerpo fuerte y resistente. La educación, conocida como agogé, comenzaba a los siete años y se basaba en la disciplina, la resistencia física y el sacrificio. Los niños eran separados de sus familias y criados en grupos donde aprendían a sobrevivir, soportar el hambre y obedecer sin dudar.
En cambio, en Atenas el niño permanecía con su familia y su educación se desarrollaba en un entorno más flexible y variado. A los siete años comenzaba la instrucción formal, que incluía lectura, escritura, música, gimnasia y, más tarde, retórica y filosofía. Los padres, especialmente los de familias acomodadas, contrataban tutores privados o enviaban a sus hijos a academias donde aprendían a pensar, debatir y crear. Para los atenienses, la educación debía formar ciudadanos capaces de participar en la vida pública y de ejercer su libertad con responsabilidad.
Dos visiones del ser humano
La diferencia entre ambas ciudades iba más allá de los métodos; era una cuestión de ideales. Esparta buscaba la fortaleza del conjunto, la unidad absoluta. Cada espartano debía ser una pieza perfecta dentro de una maquinaria social destinada a la guerra. El individuo no tenía valor por sí mismo, sino en tanto servía al Estado. Por eso, la educación femenina también se orientaba al fortalecimiento físico: las mujeres espartanas debían ser fuertes para dar a luz hijos vigorosos y mantener el hogar en ausencia de los hombres.
Atenas, en cambio, concebía al ser humano como un ser completo que debía desarrollar todas sus capacidades. La educación física era importante, pero también lo eran el arte, la palabra y la reflexión. La meta no era el soldado perfecto, sino el ciudadano participativo. El cuerpo se entrenaba, sí, pero para acompañar a una mente libre. Las mujeres, sin embargo, quedaban relegadas en la mayoría de los casos al ámbito doméstico, lo que muestra que incluso en la polis más abierta de Grecia, la educación tenía sus límites.
La disciplina frente a la reflexión
El modelo espartano se basaba en la obediencia. Los castigos eran severos, el hambre formaba parte del entrenamiento y el silencio era signo de fortaleza. Un espartano debía aprender a soportar el dolor sin quejarse, a actuar en grupo y a cumplir órdenes sin dudar. En la batalla, esa formación daba resultados asombrosos: su ejército era temido en toda Grecia. Pero fuera del campo militar, la rigidez limitaba el pensamiento individual y la innovación.
Atenas, por su parte, fomentaba el pensamiento crítico y la palabra como herramienta de poder. Aprender a debatir era tan importante como aprender a correr o luchar. En las plazas y las escuelas, los jóvenes escuchaban a maestros como Sócrates, Platón o Aristóteles, que los guiaban a través del diálogo. La educación no buscaba solo preparar para la guerra, sino también para la paz. Quien sabía argumentar podía participar en la asamblea, proponer leyes o defender sus ideas ante los demás.
El legado para la educación actual
Aunque separadas por siglos, las huellas de Esparta y Atenas siguen presentes en los sistemas educativos modernos. En las escuelas que privilegian la disciplina, la organización y la obediencia, puede verse el espíritu espartano. En aquellas que promueven la creatividad, el arte y la reflexión, vive la influencia ateniense. Lo más interesante es que ambas visiones, pese a sus contrastes, han dejado lecciones valiosas.
De Esparta aprendemos el valor del esfuerzo, la constancia y la superación personal. Su método nos recuerda que el carácter se forma en la dificultad y que la cooperación es una fuerza poderosa. De Atenas heredamos el amor por el conocimiento, la importancia de la palabra y la búsqueda de la verdad. Sin la fuerza del cuerpo, la mente se debilita; sin la claridad del pensamiento, la fuerza se vuelve ciega.
En el fondo, la educación ideal no debería elegir entre una u otra, sino aprender a equilibrarlas. El desafío contemporáneo está en encontrar un punto medio entre la disciplina que da estructura y la libertad que alimenta la creatividad. Una escuela moderna que combine el coraje espartano con la curiosidad ateniense podría formar ciudadanos completos, capaces de actuar con firmeza y pensar con profundidad.
Una enseñanza que trasciende el tiempo
Mirar hacia la educación de Esparta y Atenas es mirar hacia el origen de nuestras preguntas sobre cómo enseñar. ¿Debe la escuela formar obedientes o pensadores? ¿Es más importante el cuerpo o la mente? ¿Debe el maestro guiar o permitir la exploración? Estas interrogantes nacieron en Grecia y aún no tienen una respuesta definitiva. Tal vez el secreto esté en comprender que ambas ciudades, con sus contrastes, representan dos partes del mismo ideal humano: la búsqueda del equilibrio entre la fuerza y la razón.
El legado de Esparta y Atenas es, en esencia, una invitación a reflexionar sobre lo que queremos formar en las nuevas generaciones. La primera enseñó que sin disciplina no hay logro duradero; la segunda, que sin pensamiento no hay libertad verdadera. Entre ambas, trazaron el mapa que todavía guía a la educación del mundo.
