Por: Maximiliano Catalisano

Hay temas que permanecen en silencio hasta que alguien decide mirarlos con atención. La distancia entre la educación urbana y rural es uno de ellos: un contraste que se siente en cada aula, en cada camino de tierra, en cada estudiante que sueña con un futuro distinto al que las condiciones materiales le permiten imaginar. En México, como en muchos países de América Latina, el lugar de residencia continúa marcando diferencias profundas en el acceso a aprendizajes de calidad, y entender cómo se produce esta desigualdad es clave para construir un sistema que realmente acompañe las trayectorias de niños y jóvenes. Esta nota busca poner en palabras un problema extendido, muchas veces naturalizado, que merece estar en el centro de la conversación educativa.

La distancia geográfica sigue siendo uno de los factores más determinantes en la experiencia escolar. Aunque los avances tecnológicos prometen un acceso más democrático al conocimiento, la realidad muestra que vivir en una ciudad o en una comunidad rural cambia por completo el panorama. Las escuelas urbanas suelen contar con infraestructura más completa, mayor conectividad, personal estable y una oferta pedagógica variada. Mientras tanto, en zonas rurales, la escuela depende de caminos transitables, de la disponibilidad de transporte y de recursos que no siempre llegan. El simple acto de asistir cada día se convierte en un desafío que muchos estudiantes enfrentan con admirable perseverancia.

La falta de infraestructura adecuada es uno de los principales factores que fortalecen esta brecha. En muchas localidades rurales, los edificios escolares presentan deterioros, techos permeables, mobiliario limitado o ausencia de servicios básicos. La diferencia no es solo física: también afecta la expectativa que las familias tienen sobre lo que la escuela puede ofrecer. Cuando el entorno no acompaña, cuando el clima obliga a suspender clases o cuando el camino se vuelve intransitable, el ritmo escolar se fragmenta y las oportunidades de aprendizaje se debilitan.

Otro aspecto fundamental es la disponibilidad de docentes. Mientras las escuelas urbanas suelen atraer a profesionales que encuentran allí mayor estabilidad, en zonas rurales los puestos son rotativos, temporales o de difícil cobertura. Esta inestabilidad dificulta la continuidad de proyectos, afecta la relación entre las familias y la escuela y obliga al personal a redoblar esfuerzos para sostener el acompañamiento de los estudiantes. La presencia de un docente durante todo el ciclo escolar, algo que parece natural en las ciudades, se vuelve un desafío persistente en las comunidades alejadas.

La conectividad también reproduce estas diferencias. Aunque la digitalización avanza, no lo hace al mismo ritmo para todos. Muchos hogares rurales carecen de internet estable o de dispositivos tecnológicos adecuados, lo que limita el acceso a plataformas educativas, materiales digitales y experiencias de aprendizaje que hoy forman parte del currículo escolar. Esto quedó en evidencia durante la pandemia, cuando miles de estudiantes quedaron desconectados de sus clases simplemente por vivir lejos de un centro urbano. La distancia digital amplifica la distancia educativa.

Las oportunidades de formación complementaria, como talleres, actividades artísticas o programas deportivos, suelen concentrarse en entornos urbanos. Allí, los estudiantes encuentran espacios para descubrir intereses nuevos, adquirir habilidades sociales y ampliar su mundo cultural. En cambio, en zonas rurales, la falta de oferta extracurricular reduce el abanico de experiencias que pueden enriquecer la vida escolar. Esto no significa que no haya creatividad o iniciativa en las escuelas rurales, sino que dependen de esfuerzos individuales y no de un sistema que garantice igualdad de condiciones.

Sin embargo, la brecha no solo se explica por lo que falta, sino también por lo que se invisibiliza. Las escuelas rurales suelen ser espacios donde la comunidad se involucra profundamente. Las familias participan, los estudiantes conocen sus raíces y las prácticas locales forman parte del aprendizaje. Este valor cultural, clave para la identidad educativa, suele quedar relegado en un sistema que prioriza modelos urbanos como si fueran la única forma válida de enseñar. Reconocer la riqueza pedagógica de las comunidades rurales es un paso necesario para pensar un sistema más diverso y respetuoso de los contextos.

A esto se suma otro desafío: el acceso a oportunidades posteriores a la educación obligatoria. Los estudiantes urbanos suelen tener cerca centros de formación técnica, universidades y propuestas de capacitación, lo que facilita continuar estudiando. En cambio, para los jóvenes rurales, continuar su formación implica desplazarse, pagar alojamiento o viajar largas distancias. Muchos abandonan sus sueños académicos simplemente porque las condiciones logísticas y económicas hacen casi imposible sostener una trayectoria prolongada. El lugar de residencia, una vez más, define lo que es posible.

La brecha urbana-rural también está atravesada por la percepción social. Mientras la educación urbana se asocia con modernidad, innovación y nuevas tecnologías, la rural suele considerarse atrasada o limitada. Estas miradas reduccionistas ocultan lo más importante: que cada estudiante, sin importar dónde viva, merece un entorno que le permita crecer y desarrollar su potencial. El desafío es reconocer que la igualdad real no depende de discursos generalistas, sino de políticas específicas que atiendan las diferencias territoriales.

Pero este problema, aunque complejo, no es irreversible. Existen experiencias locales y regionales que muestran caminos posibles. Programas de transporte escolar en comunidades alejadas, redes de maestros que comparten materiales, escuelas multigrado fortalecidas con capacitación específica, alianzas con organizaciones sociales que llevan recursos y propuestas culturales. Estas iniciativas no sustituyen el rol del Estado, pero sí demuestran que, cuando hay trabajo conjunto, las oportunidades pueden ampliarse.

Para reducir esta brecha es imprescindible planificar políticas educativas con enfoque territorial. No se trata de aplicar las mismas soluciones a todas las regiones, sino de comprender las realidades locales y diseñar respuestas acordes. Esto implica garantizar infraestructura adecuada, conectividad estable, recursos pedagógicos suficientes y presencia docente sostenida. Requiere, además, escuchar a las comunidades y valorar su voz en la construcción de un proyecto educativo que las represente.

El reto mayor es transformar la idea de que la ruralidad es sinónimo de carencia. La ruralidad es diversidad cultural, saberes comunitarios, modos de vida y trabajo que enriquecen la formación de los estudiantes. Cuando el sistema educativo reconoce este valor y lo integra de manera auténtica, los aprendizajes se vuelven más significativos y las oportunidades se equilibran.

México, como muchos países, enfrenta un desafío histórico que demanda decisión y compromiso colectivo. La brecha urbana-rural no se cerrará de un día para otro, pero puede empezar a reducirse con acciones concretas y sostenidas. Una escuela rural fortalecida no solo mejora la vida de quienes viven allí: también amplía el horizonte del país entero. Porque cada estudiante, desde la ciudad más grande hasta la comunidad más pequeña, merece un camino educativo que abra puertas y no las cierre por su lugar de nacimiento.