Por: Maximiliano Catalisano

En un mundo donde las rutinas se aceleran, los vínculos se tensan y las pantallas ganan terreno en la vida diaria, hablar de educación emocional ya no es una opción lejana, sino una necesidad que atraviesa hogares y escuelas por igual. Cada vez más familias y docentes buscan herramientas para acompañar las emociones de los chicos, pero también para comprender las propias y actuar con mayor claridad en los momentos que requieren calma, escucha y conexión. La educación emocional es, hoy, una puerta abierta a relaciones más sanas, climas escolares más armónicos y hogares donde los niños pueden crecer sintiéndose comprendidos.

La educación emocional no se reduce a talleres puntuales ni a una moda pasajera. Implica una mirada profunda sobre cómo aprendemos a sentir, nombrar, expresar y regular nuestras emociones a lo largo de la vida. Desde la primera infancia hasta la adolescencia, los chicos necesitan adultos disponibles que puedan traducir el mundo emocional y ofrecer contención sin minimizar lo que sienten. Esta tarea compartida entre familias y escuelas se vuelve todavía más relevante cuando los comportamientos cambian, cuando aparece la frustración o cuando el aprendizaje académico se ve atravesado por cuestiones emocionales.

La importancia de comprender antes de intervenir

Educar emocionalmente no comienza por enseñar técnicas, sino por comprender qué le sucede al otro. Muchas veces, adultos y chicos viven tensiones similares, pero las expresan de maneras diferentes. Cuando una familia o un docente logra interpretar una reacción como un pedido de ayuda y no como un desafío, la relación cambia. El adulto deja de responder desde la urgencia y empieza a acompañar desde la empatía.

La comprensión emocional también implica revisar la propia historia. Para acompañar a los chicos es necesario que los adultos identifiquen sus propios miedos, enojos, exigencias y límites. Nadie puede enseñar calma si vive sobrepasado, ni puede promover diálogo si no cuenta con recursos para manejar el estrés. Por eso, la educación emocional es un camino que involucra a toda la comunidad educativa, no solo a quienes trabajan directamente con la infancia.

La escuela como espacio de contención y crecimiento

La escuela suele ser el lugar donde los chicos pasan más horas fuera de su casa y, por lo tanto, un escenario privilegiado para enseñar habilidades emocionales. En las aulas se comparten triunfos, frustraciones, discusiones y reconciliaciones. Cada una de estas situaciones es una oportunidad para poner en práctica herramientas que favorecen la comunicación y el autocontrol.

Los docentes que trabajan la educación emocional no buscan eliminar los conflictos, sino transformarlos en aprendizajes. Enseñan a los chicos a poner en palabras lo que sienten, a escuchar sin burlas ni interrupciones, a pedir ayuda cuando la situación los supera y a entender que todas las emociones son válidas. Esto no implica permitir cualquier comportamiento, sino orientar para que las reacciones se ajusten al contexto.

Cuando la escuela incorpora estos enfoques en su cotidiano, se generan climas más respetuosos, disminuyen las tensiones y aumenta la disposición para aprender. Un estudiante que entiende lo que siente es capaz de concentrarse mejor, relacionarse de manera más sana y desenvolverse con mayor seguridad en diferentes entornos.

El rol de las familias en el aprendizaje emocional

Los hogares son el primer espacio donde los chicos aprenden a convivir con las emociones. La forma en que los adultos reaccionan ante un berrinche, un miedo nocturno, una discusión entre hermanos o un mal día escolar deja huellas profundas. Por eso, las familias tienen un papel central en este tipo de educación, incluso antes de que los niños comiencen la escolaridad.

El acompañamiento emocional en casa no requiere conocimientos académicos ni técnicas complejas. Se basa en tres pilares fundamentales: presencia, escucha y coherencia. La presencia permite que el chico se sienta acompañado incluso en los momentos difíciles. La escucha muestra que sus emociones importan. Y la coherencia entre lo que se dice y lo que se hace construye la confianza necesaria para que los niños se animen a expresar lo que sienten sin temor al juicio.

Cuando las familias adoptan una mirada emocional activa, la relación con la escuela se fortalece. Se vuelve más fácil compartir preocupaciones, trabajar en equipo y sostener estrategias comunes. La comunicación fluye con mayor claridad y el niño encuentra continuidad entre la casa y el aula, lo que favorece su bienestar integral.

Cuando la escuela y la familia trabajan juntas

La verdadera potencia de la educación emocional se despliega cuando familias y docentes comparten criterios, dialogan con respeto y reconocen que ambos espacios influyen en el desarrollo de los chicos. Una institución que promueve la expresión emocional necesita familias abiertas al intercambio, y un hogar que acompaña emocionalmente necesita una escuela que valore esa mirada.

Los encuentros formativos, los talleres conjuntos y las instancias de diálogo permiten construir una base común. Allí se aclaran dudas, se alinean expectativas y se diseñan estrategias para abordar situaciones cotidianas: desde cómo manejar conflictos entre compañeros hasta cómo afrontar momentos de ansiedad o tristeza.

Esta alianza también evita que los chicos reciban mensajes contradictorios. Cuando escuchan lo mismo en casa y en la escuela —que sus emociones importan, que se pueden expresar sin miedo y que cuentan con adultos que los acompañan— se sienten más seguros y confiados para explorar el mundo.

Hacia una educación que cuida lo que se siente

Incorporar la educación emocional en casa y en la escuela no significa dejar de lado los contenidos académicos, sino potenciarlos. Un niño que conoce sus emociones está más preparado para resolver problemas, trabajar en equipo y adaptarse a situaciones nuevas. Del mismo modo, un docente que maneja sus propias emociones puede generar un clima de aula más positivo y comprensivo.

Hoy más que nunca, la educación emocional aparece como un puente necesario para sostener infancias más acompañadas y adultos más preparados para guiar con sensibilidad. No se trata de evitar las emociones difíciles, sino de comprenderlas, transitarlas y usarlas como motores de crecimiento.

La tarea es compartida y se construye cada día, en cada conversación, en cada momento de escucha y en cada gesto que transmite calma y respeto. Familias y docentes, juntos, pueden crear entornos donde los chicos aprendan no solo contenidos, sino también a habitar su mundo emocional con seguridad y confianza.