Por: Maximiliano Catalisano

En un mundo donde los alumnos nacen y crecen frente a una pantalla, enseñar a desconectarse se ha vuelto una tarea educativa tan urgente como enseñar a leer o escribir. La escuela, que alguna vez fue el espacio donde los chicos encontraban el papel, la palabra y la conversación, hoy convive con dispositivos que acompañan cada momento de la vida. Pero más allá de los beneficios tecnológicos, existe una realidad que preocupa: la dificultad para concentrarse, la ansiedad por la conectividad constante y la pérdida de tiempo de descanso verdadero. Desconectarse no significa renunciar al mundo digital, sino aprender a hacerlo con equilibrio. Enseñar a los estudiantes a convivir con la tecnología sin quedar atrapados en ella es una de las lecciones más valiosas que la educación contemporánea puede ofrecer.

Cada vez más docentes y familias observan cómo la sobreexposición a pantallas afecta el ánimo, el sueño y la atención de los alumnos. Las notificaciones, los videos breves y el acceso inmediato a todo tipo de contenidos mantienen al cerebro en alerta constante. Esto genera una sensación de cansancio mental que no siempre se percibe a simple vista. El cuerpo está quieto, pero la mente no descansa. Por eso, la escuela tiene un rol fundamental en enseñar a poner límites saludables, recuperar el silencio, volver a la lectura profunda y aprender a sostener la atención más allá de lo instantáneo.

La desconexión como parte del aprendizaje emocional

Desconectarse no es simplemente apagar un celular o cerrar una computadora. Es un acto de autorregulación. Implica reconocer cuándo el cuerpo y la mente necesitan un descanso, cuándo una conversación merece presencia completa o cuándo es momento de dejar que el silencio ocupe el espacio. Estas habilidades, esenciales para la vida adulta, se aprenden desde pequeños, y la escuela puede convertirse en el mejor laboratorio para practicarlas.

Promover la desconexión digital también es enseñar empatía. Al no mirar una pantalla, el alumno aprende a mirar a los demás. Recupera la comunicación cara a cara, las risas compartidas, los gestos que se pierden en los mensajes de texto. En tiempos donde la interacción muchas veces se mide en cantidad de “me gusta”, la escuela tiene la oportunidad de enseñar que el valor de una relación está en la presencia, en el diálogo y en la escucha genuina.

Espacios libres de pantallas dentro del aula

Una estrategia posible es crear momentos del día donde las pantallas queden fuera. Puede ser durante la lectura de un cuento, en una clase de arte o en una actividad grupal. La propuesta no busca castigar el uso de la tecnología, sino equilibrarlo. Los docentes pueden mostrar que el aprendizaje también ocurre en la experiencia directa: observando, construyendo, explorando el entorno o resolviendo problemas con el cuerpo y la mente en movimiento.

Estas pausas de desconexión pueden convertirse en un hábito que los estudiantes esperen y disfruten. Muchas escuelas que implementan “días sin pantallas” notan cómo mejora el clima institucional, aumenta la participación oral y se recupera la atención sostenida. No se trata de volver al pasado, sino de formar alumnos capaces de elegir cuándo y cómo usar la tecnología, sin que esta los domine.

El papel de las familias en el proceso de desconexión

La tarea de enseñar a desconectarse no termina en el aula. Requiere una alianza con las familias. Los adultos deben ser los primeros en dar ejemplo, mostrando que es posible tener momentos del día sin pantallas, como las comidas o el descanso nocturno. Proponer rutinas familiares sin dispositivos, fomentar actividades al aire libre, compartir conversaciones sin interrupciones tecnológicas son pequeñas acciones que enseñan más que mil discursos.

Cuando la escuela y la familia coinciden en el mensaje, los resultados son más duraderos. Los alumnos aprenden que desconectarse no es perder algo, sino ganar presencia. Descubren que hay placer en leer sin interrupciones, en caminar sin auriculares, en mirar el cielo sin necesidad de fotografiarlo. Aprenden a disfrutar de la realidad sin filtros ni pantallas de por medio.

Educar para un uso consciente de la tecnología

La tecnología seguirá siendo parte de la vida cotidiana, y eso no es algo negativo. El desafío está en enseñar un uso responsable y consciente. La desconexión no es un rechazo, sino una elección. En este sentido, la escuela puede ofrecer herramientas para que los alumnos comprendan cómo funciona su atención, qué efectos produce el exceso de estímulos y cómo pueden gestionar su tiempo digital.

Los proyectos educativos que abordan este tema desde un enfoque preventivo, incluyendo charlas, talleres y actividades reflexivas, logran que los estudiantes tomen conciencia de sus propios hábitos. Cuando un adolescente entiende por qué le cuesta concentrarse después de pasar horas frente a la pantalla, empieza a desarrollar estrategias personales para regular ese uso. La educación digital debe incluir también la educación para la pausa.

Redescubrir el valor del tiempo desconectado

Desconectarse es, en definitiva, una forma de volver a conectar con uno mismo. Es recuperar la capacidad de aburrirse, de pensar sin distracciones, de crear desde el silencio. En una época donde todo parece requerir atención inmediata, enseñar a detenerse se vuelve un acto de resistencia y de salud. La desconexión enseña a los alumnos a habitar su tiempo con conciencia, a valorar los espacios compartidos, a cuidar su descanso y a elegir con qué quieren llenar su mente.

La escuela que enseña a desconectarse no se opone al progreso tecnológico. Al contrario, prepara a los alumnos para vivir en un mundo digital con equilibrio, criterio y autonomía. Les enseña que el bienestar no está en la cantidad de horas conectados, sino en la calidad de lo que viven, sienten y piensan cuando se permiten apagar la pantalla. Porque desconectarse, al fin y al cabo, es una forma profunda de aprender a estar presentes.