Por: Lorena Poggetti

“¿Qué tiene?”, “¿Está en tratamiento?”, “¿Qué dijo su terapeuta?”, “¿Le dieron el diagnóstico?”.

Estas preguntas, que se escuchan en los pasillos de cualquier escuela, revelan una realidad preocupante. En los últimos años, ha aumentado de forma exponencial la cantidad de niños y niñas con algún déficit particular. Lamentablemente, esa etiqueta a menudo se convierte en un techo, condicionando la modalidad escolar, el potencial cognitivo y, en el peor de los casos, llevando al fracaso escolar.

Como educadores, es crucial que analicemos nuestras prácticas. Los niños de hoy no son los mismos que hace unasdécadas. Las dinámicas de crianza y la tecnología han transformado la forma en que aprenden, su tolerancia a la frustración y sus tiempos de espera.

Esto nos obliga a repensar nuestra manera de enseñar, ya que, claramente, no puede ser la misma. También nos invita a reflexionar sobre el sistema educativo en su conjunto. Las aulas superpobladas, la supuesta rigidez de los diseños curriculares y la presión de los tiempos escolares a menudo son los verdaderos generadores de déficits.

El problema es que, en lugar de ser una herramienta, los diagnósticos terminan etiquetando, estigmatizando y patologizando la infancia, lo que deriva en sobremedicacióny múltiples tratamientos a edades cada vez más tempranas.

No se trata de rechazar la ayuda, ni de negar que un diagnóstico puede ser un punto de partida para intervenciones precisas. La dificultad aparece cuando el prejuicio y el desconocimiento se asocian a ese diagnóstico.

Lo que sí vemos es una sobredemanda de diagnósticos que muchas veces son solo un recorte de la realidad de un niño. En ocasiones, están descontextualizados y no ofrecen sugerencias concretas para el aula. La situación empeora cuando los educadores los usan para etiquetar, sin ver los logros y avances del estudiante, invalidando su propia individualidad.

La importancia de nuestras palabras

Cuidemos lo que decimos de nuestros alumnos. Evitemos frases como “es vago”, “es caprichoso” o “no sabe nada”. Como educadores, debemos estar dispuestos a escuchar a los niños y a sus familias, a entender sus miedos, sus angustias y a guiarlos respetando sus propios tiempos, que a veces no coinciden con las exigencias y los tiempos escolares.

La forma en que miramos a los niños influye directamente en la construcción de su historia escolar. Nuestras acciones pueden dejar huellas: ser una caricia o una cicatriz. Al final, lo que verdaderamente acompaña y transforma no es un diagnóstico, sino una mirada que ve a la persona por encima de cualquier etiqueta.»

Lorena Poggetti

Lic. y Prof. en Psicopedagogía

Lic. En Educación

Diplomada en Neurociencias.

Diplomada en Gestión Educativa

Este artículo forma parte de la selección realizada tras la convocatoria a autores sobre educación, en el marco de una colaboración abierta.