Por: Maximiliano Catalisano

Asumir un rol de autoridad en una escuela hoy ya no tiene el mismo sentido ni las mismas implicancias que hace algunas décadas. El respeto automático, el miedo al reto o la obediencia sin réplica han ido quedando atrás, y en su lugar aparecen nuevas maneras de ejercer la conducción escolar que interpelan a quienes tienen la responsabilidad de sostener el funcionamiento institucional. Ser autoridad en una escuela del siglo XXI implica mucho más que firmar resoluciones, tomar decisiones o imponer normas. Requiere presencia, diálogo, coherencia, escucha activa y la capacidad de sostener el rumbo en medio de escenarios cambiantes, tensos y muchas veces desbordados. Pero ¿qué se espera realmente de quien asume esa responsabilidad en estos tiempos? ¿Qué cambia y qué se mantiene?

El cargo no garantiza respeto

Hoy, ningún título ni jerarquía asegura que una persona sea reconocida como autoridad dentro de la escuela. Lo que construye respeto es la manera en que se ocupa ese lugar. Un directivo o inspector no es valorado solo por lo que sabe o representa, sino por su disponibilidad, su compromiso cotidiano, su forma de acompañar, su modo de comunicarse y de intervenir. El respeto se gana en el hacer diario, en las decisiones pequeñas, en las palabras justas y en la capacidad de sostener lo que se dice con acciones concretas. Ya no alcanza con el reglamento o con repetir discursos institucionales. Se necesita una presencia auténtica, visible y coherente.

La autoridad se ejerce desde el vínculo

Una de las transformaciones más profundas en la escuela del presente es que ya no se puede pensar la autoridad como vertical, distante o incuestionable. La conducción actual requiere estar cerca, no solo físicamente, sino también emocional y profesionalmente. Escuchar sin prejuicios, dialogar con los equipos, habilitar la participación, contener cuando hay conflictos, generar espacios para pensar en conjunto. Eso es ejercer autoridad en una escuela del siglo XXI. No se trata de perder firmeza, sino de construir legitimidad desde el vínculo.

En ese sentido, la autoridad se vuelve más compleja. Ya no se impone, se negocia. No se sostiene sola, se legitima. Y eso exige sensibilidad, atención, claridad y la capacidad de tomar decisiones incluso cuando hay incomodidad o tensión. Una autoridad que solo ordena pierde impacto. Una autoridad que habilita, acompaña y se involucra, transforma.

El desafío de sostener el rumbo institucional

Las escuelas viven atravesadas por urgencias. Problemas edilicios, falta de recursos, tensiones con las familias, conflictos de convivencia, demandas burocráticas, presiones externas. En ese escenario, ser autoridad implica tener la capacidad de no perder de vista lo importante. Sostener el proyecto pedagógico, acompañar a los docentes, cuidar a los estudiantes, defender el tiempo escolar, ordenar el trabajo cotidiano sin dejarse arrastrar por lo urgente.

Ese equilibrio no es fácil. Muchas veces hay que decidir con información incompleta, enfrentar presiones contradictorias, priorizar sin saber si es la mejor opción. Pero alguien tiene que hacerlo. Y quien está a cargo tiene que asumir que esa es parte de su función. No para imponer, sino para orientar. No para controlar, sino para hacer posible la tarea de enseñar.

Autoridad no es sinónimo de soledad

Otro aspecto clave es entender que ser autoridad no significa cargar con todo en soledad. Las decisiones más difíciles, las situaciones más complejas, los momentos de mayor tensión, no deberían ser transitados de forma individual. En las escuelas donde hay un equipo de conducción que trabaja de manera articulada, con criterios compartidos, con posibilidad de diálogo honesto y distribución de responsabilidades, la tarea se vuelve más llevadera.

Pero eso también implica revisar cómo se forman los equipos, cómo se reparten las tareas, cómo se cuida a quienes están en la dirección. Porque muchas veces quienes ejercen la autoridad están sobrecargados, aislados, expuestos. Y eso no favorece a nadie. Para que la conducción funcione, también hay que cuidar a quienes la ejercen.

La autoridad como referencia simbólica

Ser autoridad también implica ser una figura simbólica. Lo que se dice, lo que se hace, lo que se permite o se sanciona, tiene un peso particular cuando proviene de alguien que ocupa un lugar de conducción. Por eso, no da lo mismo cómo se actúa, cómo se habla, cómo se enfrenta una situación compleja. La autoridad marca el tono institucional. Lo que tolera, lo que alienta, lo que habilita, termina configurando el clima de la escuela.

En ese sentido, es fundamental que quienes ejercen autoridad tengan una mirada pedagógica, que comprendan qué significa enseñar hoy, qué atraviesa a los estudiantes, cómo acompañar a los docentes, qué cambios están ocurriendo en las prácticas escolares. Porque no se trata solo de gestionar, sino de comprender la tarea educativa en su complejidad.

Repensar la autoridad sin perderla

No se trata de abandonar la autoridad, sino de repensarla. Dejar atrás modelos autoritarios no significa que todo valga lo mismo o que no haya reglas. Al contrario. Una buena conducción necesita sostener normas claras, intervenir ante lo que no funciona, señalar con firmeza cuando algo se desvía. Pero todo eso puede hacerse desde un lugar respetuoso, humano, que convoque en lugar de imponer. Que escuche sin ceder ante lo que no corresponde. Que sepa decir no cuando es necesario. Que sepa acompañar sin caer en la complicidad.

La autoridad en la escuela del siglo XXI no desaparece, se transforma. Deja de ser una estructura rígida para volverse una práctica situada. Deja de ser un lugar fijo para convertirse en una tarea que se construye en cada acto. Y en ese proceso, hay que animarse a revisar, a aprender, a equivocarse y a volver a empezar. Porque lo que está en juego no es solo la organización de la escuela, sino la posibilidad de que el proyecto educativo sea posible.