Por: Maximiliano Catalisano
Hay palabras que suenan rígidas dentro de la escuela, y “reglamento” es una de ellas. Muchas veces se la asocia con sanciones, con límites impuestos desde arriba o con normas que pocos leen y menos aún comprenden. Sin embargo, el reglamento escolar puede convertirse en una herramienta valiosa para construir la vida cotidiana dentro del aula si se trabaja con los estudiantes de forma cercana, respetuosa y participativa. No se trata de imponer reglas, sino de construir acuerdos que les permitan a todos convivir mejor, sabiendo qué se espera de cada uno y qué marcos organizan la vida escolar. En esta nota te contamos cómo abordar el reglamento desde el aula, sin que se transforme en una lista aburrida ni en una amenaza constante, sino como un punto de partida para pensar juntos qué escuela queremos habitar.
En primer lugar, es importante entender que el reglamento escolar no es solo una serie de castigos o prohibiciones. Es un documento que expresa cómo se organiza la convivencia en una comunidad educativa. Allí se definen derechos y responsabilidades de estudiantes, docentes y familias. Incluye pautas de asistencia, uso del uniforme, comportamiento en clase, cuidado del edificio, utilización de celulares, tiempos de recreo y canales de comunicación ante conflictos. En muchas provincias, este reglamento es elaborado por cada institución a partir de marcos generales, lo que permite adaptarlo a la realidad concreta de la escuela.
Para que tenga sentido, el reglamento no debe quedarse archivado en una carpeta. Tiene que ser conocido por todos. Pero leerlo en voz alta en una hora de clase no alcanza. Es necesario trabajarlo en profundidad, conectarlo con situaciones reales, generar espacios de diálogo y permitir que los estudiantes puedan cuestionar, preguntar, opinar y también proponer. Cuando se sienten parte del proceso, las normas dejan de ser ajenas y empiezan a tener sentido.
Una buena estrategia para introducir el tema es partir de situaciones cotidianas. ¿Qué hacemos si alguien llega tarde? ¿Cómo nos organizamos para usar los celulares? ¿Qué pasa si se genera un conflicto en el aula? ¿Quiénes intervienen si hay un problema de convivencia? A partir de estos ejemplos reales, se puede mostrar que el reglamento no está alejado de la realidad, sino que intenta dar respuestas a esas preguntas frecuentes. Cuando se vincula con la experiencia directa, la norma se vuelve comprensible.
El lenguaje del reglamento también puede ser una barrera. Muchas veces está escrito con palabras formales o con estructuras difíciles de interpretar. Por eso, una tarea interesante es hacer una traducción colectiva. Leer un artículo y proponer que los estudiantes expliquen con sus propias palabras qué significa, cómo lo entienden y si están de acuerdo. A veces, de ese ejercicio surgen debates muy valiosos. ¿Qué significa realmente “faltar el respeto”? ¿Cuándo una sanción es justa? ¿Qué quiere decir “uso responsable del celular”? Esos interrogantes no solo enriquecen la comprensión, sino que permiten revisar prácticas que, en algunos casos, se aplican de forma automática.
Otro momento ideal para trabajar el reglamento es al inicio del ciclo lectivo. En lugar de centrar la primera semana solo en lo académico, se puede dedicar un espacio a conocer cómo funciona la escuela, qué se espera de la convivencia y cuáles son los canales institucionales para resolver conflictos. Esto permite sentar una base común desde el principio. También se puede retomar el reglamento en momentos en que surgen situaciones puntuales, sin necesidad de que haya una sanción en juego, sino como una forma de pensar colectivamente cómo mejorar el clima escolar.
Es importante que el trabajo con el reglamento no quede solo en manos de los adultos. Incluir a los estudiantes en la construcción o revisión de las normas puede generar un sentido de pertenencia mucho mayor. En muchas escuelas, se conforman centros de estudiantes, consejos de aula o comisiones de convivencia que participan activamente en la propuesta o ajuste de normas internas. Aunque el reglamento base no puede ser modificado sin aprobación institucional, hay aspectos de la convivencia que sí pueden pensarse colectivamente: la organización de los espacios, los acuerdos de aula, los códigos de respeto mutuo, entre otros.
Registrar estas discusiones, elaborar versiones simplificadas del reglamento, hacer afiches con las normas acordadas o grabar videos donde los propios estudiantes explican los puntos más importantes son formas creativas de trabajar el tema. También se pueden organizar jornadas específicas sobre convivencia, donde se aborden los derechos de los chicos y chicas en la escuela, el rol de los adultos y las formas de participación.
El reglamento escolar, lejos de ser un obstáculo, puede ser un puente para mejorar la vida escolar si se lo aborda con inteligencia, apertura y sensibilidad. Cuando los estudiantes comprenden las normas, participan en su aplicación y tienen espacios para expresarse, la convivencia mejora y el sentido de justicia se fortalece. El objetivo no es controlar, sino acompañar. No es sancionar, sino enseñar. Y no es imponer, sino construir una escuela donde todos sepan qué lugar ocupan y qué responsabilidad tienen.
Trabajar el reglamento con los estudiantes es, en definitiva, una forma de enseñar a vivir en comunidad, a respetar los acuerdos, a reconocer derechos y a asumir compromisos. Es una práctica que vale la pena sostener todo el año, y no solo cuando hay problemas. Porque la convivencia, como el aprendizaje, también se enseña, se discute y se construye día a día.