Por: Maximiliano Catalisano

La imagen de un alumno entrando con pasos apurados al aula, mochila a medio cerrar y la mirada esquiva mientras sus compañeros ya están concentrados, es una escena habitual en muchas escuelas. Aunque a simple vista pueda parecer un detalle sin mayor trascendencia, la llegada tardía y reiterada a clases tiene un impacto profundo tanto en la dinámica del grupo como en el propio aprendizaje del estudiante. Por eso, en lugar de limitarse a sancionar, cada institución educativa enfrenta el desafío de pensar cómo incluir a quienes llegan tarde de manera constante, de modo que no queden atrapados en un círculo de frustración, desconexión y baja autoestima.

La puntualidad en la escuela no es solo una norma que busca mantener el orden. También está vinculada al compromiso con el aprendizaje y a la preparación de los alumnos para los ritmos y exigencias que encontrarán en la vida cotidiana. Sin embargo, no todos los estudiantes tienen las mismas posibilidades de cumplir con ese horario rígido. Factores familiares, económicos, emocionales o incluso problemas de transporte pueden estar detrás de una conducta que muchas veces se malinterpreta como desinterés. Entender esto es el primer paso para construir una respuesta educativa que vaya más allá del simple “castigo por llegar tarde”.

El impacto del retraso constante en el aula

Cada vez que un alumno entra tarde, interrumpe el flujo de la clase. El docente debe decidir entre repetir lo explicado o continuar sin él, lo que deja al estudiante descolgado y al grupo con una sensación de corte. Cuando la situación se repite, no solo afecta la organización, sino también la relación entre los compañeros: algunos pueden percibir favoritismos si el docente busca integrar al que llega tarde, mientras otros sienten fastidio porque el ritmo se altera.

Además, el estudiante que se incorpora tarde suele cargar con una mezcla de vergüenza y apatía. Muchas veces el simple hecho de entrar cuando todos ya están sentados refuerza la idea de estar “fuera de lugar”. Si no se aborda de manera adecuada, la tardanza puede convertirse en una forma de exclusión silenciosa que deteriora el vínculo del alumno con la escuela.

Estrategias para incluir en lugar de excluir

El punto central está en transformar la tardanza en una oportunidad para educar en responsabilidad, sin caer en el rechazo ni en la permisividad absoluta. Existen diversas estrategias que permiten acompañar al estudiante y ayudarlo a reconectarse con la clase. Una de ellas es la creación de rutinas de bienvenida, que permitan que el alumno se integre sin interrumpir. Puede ser un espacio breve en el que se le brinde el material clave del día o un registro rápido de lo que se está trabajando para que no quede desorientado.

Otra opción es trabajar acuerdos grupales, donde se hable abiertamente del valor de la puntualidad y se planteen las dificultades que algunos tienen para cumplirla. Este tipo de conversaciones, guiadas por el docente, permiten que los compañeros comprendan mejor la situación y que se genere un clima de apoyo en lugar de rechazo.

El seguimiento individual también es clave. Un diálogo entre el docente, la familia y el estudiante puede aportar mucha información: tal vez el retraso tenga causas externas (trabajo de los padres, responsabilidades en el hogar, transporte limitado) o internas (falta de organización, problemas de sueño, ansiedad). Detectar el origen abre la puerta a soluciones más ajustadas que una sanción repetida nunca resolvería.

La mirada pedagógica sobre el tiempo

Incluir a estudiantes que llegan tarde no significa renunciar a enseñar la importancia de la puntualidad, sino hacerlo desde una mirada formativa. El tiempo en la escuela no debe ser visto únicamente como un horario a cumplir, sino como un recurso para aprovechar. Enseñar a administrar ese tiempo, a organizar la mochila la noche anterior, a prever imprevistos en el transporte o a reconocer la importancia de estar presente desde el inicio, forma parte de los aprendizajes que realmente preparan para la vida.

En este sentido, el rol del docente es ayudar a transformar la tardanza en una experiencia pedagógica. No se trata de mirar hacia otro lado, sino de acompañar al estudiante para que desarrolle autonomía y responsabilidad sin sentirse marginado.

Un compromiso compartido

Finalmente, la inclusión de los alumnos que llegan tarde requiere de un compromiso que involucra a toda la comunidad educativa. La escuela puede generar espacios de flexibilidad inicial, el docente puede diseñar estrategias para integrar sin interrumpir, y la familia puede colaborar ajustando rutinas o identificando los obstáculos que afectan la puntualidad. Solo con esa red de acciones combinadas se logra que el estudiante deje de vivir la tardanza como una marca negativa y pueda sentirse parte activa de su aprendizaje.

La pregunta no es únicamente “cómo lograr que llegue a horario”, sino “cómo hacer que aun cuando llegue tarde no se sienta fuera del proceso escolar”. Y es justamente allí donde la escuela actual puede mostrar su mayor fortaleza: en la capacidad de abrir la puerta a todos, incluso a quienes llegan después de la campana.