Por: Maximiliano Catalisano
En casi todas las escuelas, en algún momento, aparece la comparación entre estudiantes. A veces surge en comentarios de los propios compañeros, otras veces en la voz de docentes o incluso de las familias. Se compara quién saca mejores notas, quién es más aplicado, quién lee más rápido o quién tiene más facilidad en matemáticas. Aunque parezca algo inofensivo, estas comparaciones pueden dejar huellas profundas en la autoestima de los alumnos y en la manera en que se relacionan con el aprendizaje. La gran pregunta es qué efectos tienen esas comparaciones y cómo evitar que se conviertan en un obstáculo en el desarrollo de cada estudiante.
La comparación suele partir de una intención positiva: motivar. Padres y docentes creen que al señalar a un estudiante como ejemplo los demás se sentirán impulsados a mejorar. Sin embargo, el efecto suele ser el contrario. El alumno que se siente inferior se desmotiva, se convence de que no está a la altura y deja de intentar. En cambio, aquel que es señalado como “el mejor” puede sentirse presionado, cargar con expectativas excesivas o incluso sufrir rechazo de sus compañeros.
Las comparaciones instalan la idea de que el valor de una persona se mide en relación a otros y no en función de su propio proceso. Esto genera un clima competitivo que, lejos de estimular un aprendizaje sano, fomenta la inseguridad y el miedo a equivocarse. En lugar de enfocarse en lo que aprenden, los estudiantes se preocupan por cómo se ven frente a los demás.
El impacto en la autoestima y la motivación
Cuando un estudiante escucha que otro es “más inteligente” o “más responsable”, inevitablemente interpreta que él está en un lugar inferior. Esto mina su autoestima y lo hace sentir que nunca alcanzará las expectativas. La comparación constante puede convertirse en una profecía autocumplida: el alumno cree que no puede y, en consecuencia, deja de esforzarse.
Por otro lado, quien siempre recibe elogios comparativos puede vivir con una presión silenciosa. Ser “el mejor” se convierte en una etiqueta difícil de sostener. El miedo a fallar o a perder esa posición genera ansiedad y, en algunos casos, aislamiento social. Los compañeros pueden verlo como un rival en lugar de un aliado, lo que afecta su integración en el grupo.
La motivación real nace cuando cada estudiante percibe que avanza respecto a sí mismo, no respecto a los demás. Por eso, el gran desafío de la escuela es crear un ambiente donde cada logro individual tenga valor, independientemente de las comparaciones externas.
Cómo influyen en el clima escolar
Las comparaciones no solo afectan a los individuos, también al clima general del aula. Cuando los estudiantes sienten que están siendo medidos constantemente unos contra otros, aumenta la competencia y disminuye la cooperación. Es más difícil pedir ayuda a un compañero si ese compañero es visto como rival.
Un aula atravesada por comparaciones tiende a fragmentarse. Los alumnos se agrupan según sus supuestos niveles de capacidad y se generan etiquetas como “los que saben” y “los que no”. Estas divisiones limitan la posibilidad de trabajar en conjunto y reducen las oportunidades de aprendizaje compartido, que son esenciales en la etapa escolar.
En cambio, cuando se valoran los esfuerzos colectivos y se fomenta la colaboración, el clima cambia por completo. El grupo se fortalece y los estudiantes aprenden a ver a sus compañeros no como competidores, sino como aliados en un mismo camino.
Alternativas a la comparación
Evitar comparaciones no significa dejar de reconocer los logros. Al contrario, se trata de hacerlo de una manera más justa y constructiva. En lugar de decir “miren cómo Juan terminó rápido, ustedes también deberían hacerlo”, es más positivo decir “me gusta cómo resolviste el problema, ¿quieres compartir tu estrategia con el grupo?”. De esta manera, se valora el esfuerzo individual sin poner a otros en una posición de inferioridad.
Otra alternativa es centrarse en el progreso personal. Reconocer que un alumno que antes se distraía logró concentrarse más tiempo, o que alguien que tenía dificultades para escribir ahora se expresa con mayor claridad, refuerza la idea de que cada paso cuenta. Esto cambia la mirada de la comparación externa hacia la superación interna.
También es importante trabajar con las familias, porque muchas veces son ellas quienes comparan a sus hijos con otros hermanos, primos o compañeros. Mostrarles que cada adolescente tiene un ritmo distinto y que el aprendizaje no es una carrera puede ayudarlos a acompañar de manera más sana.
Construir una cultura de respeto
El reto más grande es generar una cultura escolar en la que las comparaciones pierdan sentido. Esto se logra al promover el respeto por la diversidad y al valorar los distintos talentos. No todos brillan en las mismas áreas, y eso es precisamente lo que enriquece a un grupo. Un estudiante puede destacar en ciencias, otro en arte, otro en deportes o en la capacidad de escuchar y acompañar a sus compañeros.
Si la escuela transmite la idea de que todos tienen algo valioso para aportar, los alumnos aprenden a reconocerse y a valorar a los demás desde la diferencia. Así, la comparación deja de ser un mecanismo de juicio y se transforma en una oportunidad para aprender de lo que el otro sabe.
Las comparaciones, cuando se instalan como práctica habitual, generan heridas profundas. Pero si en lugar de eso se apuesta a una mirada individual y respetuosa, los estudiantes crecen con mayor seguridad y confianza. Y, sobre todo, aprenden que el verdadero progreso no se mide en relación a otros, sino en la capacidad de superarse a sí mismos.