Por: Maximiliano Catalisano
El sonido de un timbre, un auto que pasa con la música fuerte, voces en el pasillo o la vibración de una obra en construcción cercana. Aunque a veces se lo minimice, el ruido externo tiene un impacto directo en la vida escolar y en la capacidad de concentración de los estudiantes. En un mundo donde las distracciones aumentan cada día, pensar cómo se ve afectado el aprendizaje por factores acústicos resulta imprescindible para docentes, familias y autoridades educativas. No se trata solo de una incomodidad pasajera, sino de un obstáculo real para la atención, la memoria y el rendimiento académico.
La concentración es un proceso complejo que involucra al cerebro en su totalidad. Para que un alumno logre enfocarse en una explicación o en una tarea, necesita un ambiente que favorezca la estabilidad atencional. El ruido externo interfiere en este proceso porque obliga a la mente a dividir su energía entre el estímulo sonoro y la actividad que intenta realizar. Es como intentar leer en un espacio donde constantemente alguien nos interrumpe. Incluso si no se pierde del todo la atención, el esfuerzo mental es mayor y el cansancio aparece más rápido.
Un punto importante es que no todos los ruidos afectan de la misma forma. Los sonidos continuos, como el murmullo constante de una calle transitada, generan una distracción persistente que disminuye la capacidad de retener información. Por otro lado, los ruidos repentinos e inesperados, como un portazo o una sirena, interrumpen bruscamente la concentración, obligando al cerebro a recomenzar el proceso de atención. En ambos casos, el aprendizaje se ve interrumpido, aunque con matices diferentes.
En la infancia y la adolescencia el impacto es aún mayor. Los estudiantes más pequeños no han desarrollado plenamente la capacidad de filtrar estímulos irrelevantes, por lo que el ruido externo compite directamente con la voz del docente o con la consigna de la tarea. En la adolescencia, aunque el control atencional mejora, la saturación sonora se convierte en un factor que incrementa la ansiedad y la dificultad para organizar pensamientos complejos. Esto se traduce en menor rendimiento y en una sensación de frustración.
Otro aspecto que suele pasarse por alto es el efecto del ruido en la memoria. Para comprender un tema nuevo no basta con escucharlo: es necesario procesarlo, relacionarlo con conocimientos previos y almacenarlo de manera ordenada. El ruido externo interrumpe esa secuencia, fragmentando la información y dificultando su recuperación posterior. Así, aunque un estudiante haya estado “presente” en la clase, es probable que no logre recordar lo explicado debido a la falta de continuidad atencional.
No solo se trata de cuestiones cognitivas. El ruido prolongado también tiene consecuencias emocionales y físicas. Estar en un entorno sonoro constante aumenta los niveles de estrés, produce irritabilidad y genera cansancio prematuro. A nivel fisiológico, se ha comprobado que la exposición al ruido eleva la frecuencia cardíaca y la tensión muscular, lo que provoca una sensación de incomodidad difícil de manejar. En el aula, esto se traduce en menor disposición a participar, más distracciones y, en muchos casos, conflictos de convivencia.
En contextos escolares donde la infraestructura no está preparada para aislar los ruidos externos, los docentes se ven obligados a elevar la voz, lo que también afecta la dinámica de la clase. El tono alto constante desgasta la energía del educador y puede generar un ambiente más tenso. Además, la necesidad de repetir las consignas o las explicaciones hace que se pierda tiempo valioso y que los estudiantes perciban un clima de desorden.
Sin embargo, no todo está perdido. Reconocer el problema es el primer paso para buscar soluciones. En algunos casos, pequeñas medidas pueden marcar una gran diferencia: ubicar a los alumnos más cerca del docente, aprovechar recursos visuales que refuercen la explicación, establecer rutinas de silencio antes de comenzar actividades de lectura o escritura, y fomentar la conciencia del cuidado sonoro dentro de la misma escuela. La arquitectura también juega un rol fundamental: ventanas dobles, cortinas gruesas o materiales acústicos son inversiones que mejoran la calidad de la enseñanza a largo plazo.
Además, se pueden trabajar estrategias individuales con los estudiantes. Ejercicios de respiración, momentos breves de relajación y técnicas de atención plena ayudan a contrarrestar los efectos del ruido externo. Aunque no eliminan la fuente del problema, brindan a los alumnos herramientas para manejar mejor las distracciones y recuperar la concentración más rápido.
El ruido externo no es un detalle menor en la vida escolar. Afecta la concentración, interrumpe la memoria, altera el estado emocional y desgasta tanto a estudiantes como a docentes. Si se busca un aprendizaje profundo y sostenido, resulta imprescindible prestar atención al ambiente sonoro. Una escuela que reconoce la importancia del silencio no se convierte en un espacio rígido, sino en un lugar donde la atención y la calma permiten que el conocimiento circule de manera más fluida. Porque al final, un entorno más silencioso no es solo un favor al oído, sino una puerta abierta al aprendizaje.