Por: Maximiliano Catalisano

En distintas ciudades y pueblos de América Latina, hay un hilo invisible que une a jóvenes que estuvieron a punto de dejar la escuela con adultos que los escuchan, los orientan y los animan a seguir. No son simples tutores ni asistentes sociales, son mentores: personas que acompañan a otros en los momentos donde aprender se vuelve difícil, donde los problemas familiares, económicos o emocionales pesan más que cualquier tarea o examen. Frente a la creciente deserción escolar en la región, los programas de mentoría están demostrando que el vínculo humano puede ser tan poderoso como cualquier política educativa. En un continente donde miles de adolescentes interrumpen sus estudios cada año, esta forma de acompañamiento se está convirtiendo en una respuesta esperanzadora, concreta y profundamente humana.

El poder del acompañamiento

La deserción escolar no suele ser una decisión repentina. Detrás de cada historia hay una suma de factores: dificultades económicas, falta de motivación, responsabilidades familiares o la sensación de que la escuela no tiene sentido para la vida cotidiana. En ese contexto, la figura del mentor aparece como un puente entre el estudiante y la escuela, entre el presente y un futuro posible. Un mentor no da clases ni reemplaza al docente, sino que acompaña desde la escucha, el diálogo y la confianza. Es alguien que pregunta, que anima y que ayuda a encontrar sentido cuando todo parece perdido.

En países como Chile, México, Argentina, Colombia y Brasil, los programas de mentoría están creciendo con resultados alentadores. Algunos son impulsados por organizaciones sociales, otros por ministerios de educación o universidades. En todos los casos, la lógica es la misma: ofrecer a los estudiantes un acompañamiento personalizado, cercano y constante. En Chile, por ejemplo, el programa “Mentores por la Educación” conecta a jóvenes universitarios con estudiantes secundarios en riesgo de abandono, brindando apoyo emocional y académico. En México, la iniciativa “Adopta un Talento” vincula a mentores voluntarios con alumnos de zonas rurales para despertar el interés por la ciencia y fortalecer la permanencia escolar.

Un vínculo que transforma

Los resultados de estos programas son sorprendentes. Donde antes había ausentismo, ahora hay compromiso; donde había desconfianza, aparece el entusiasmo. La clave está en el vínculo. El estudiante encuentra en el mentor a alguien que lo mira sin juzgar, que le recuerda que puede, que lo acompaña a construir un proyecto de vida más allá de la escuela. Esa relación, basada en la empatía y la constancia, muchas veces logra lo que ni las sanciones ni las campañas masivas consiguen: que el joven sienta que vale la pena seguir aprendiendo.

En Argentina, varios proyectos comunitarios trabajan con la misma lógica. Organizaciones como Fundación Cimientos o Enseñá por Argentina desarrollan redes de mentores que acompañan a estudiantes del nivel secundario para fortalecer sus trayectorias escolares. No se trata solo de brindar apoyo académico, sino de sostener el vínculo emocional con la escuela, ayudando a que los chicos vuelvan a confiar en sus capacidades. Lo que se observa, una y otra vez, es que la permanencia no depende únicamente de las notas, sino de sentirse parte de un entorno que te escucha y te apoya.

Mentoría, una estrategia que une generaciones

Uno de los aspectos más interesantes de estos programas es el encuentro entre generaciones. En muchos casos, los mentores son jóvenes que ya atravesaron situaciones similares y desean ayudar a otros a no abandonar. En otros, son docentes retirados, profesionales o incluso padres de la comunidad que ofrecen su tiempo y su experiencia. Esa diversidad enriquece el proceso y refuerza el sentido de pertenencia social.

Los mentores no actúan solos: suelen trabajar en coordinación con escuelas, equipos de orientación y organizaciones locales. Su tarea consiste en detectar señales de riesgo —inasistencias, bajo rendimiento, desmotivación— y acompañar con estrategias que fortalezcan la autoestima y la planificación. No se trata de imponer soluciones, sino de acompañar decisiones. En este punto, la mentoría se convierte en una forma de educación emocional y comunitaria, donde todos aprenden algo del otro.

Los desafíos para ampliar el impacto

Aunque los resultados son alentadores, el desafío principal de los programas de mentoría en América Latina es su sostenibilidad. Muchos dependen de financiamiento externo o de voluntariado, lo que dificulta mantenerlos a largo plazo. Sin embargo, algunos países ya están comenzando a integrarlos dentro de las políticas públicas. En Brasil, por ejemplo, varios estados incorporaron la figura del “tutor de trayectoria” en escuelas públicas, mientras que en Colombia se están implementando redes de acompañamiento estudiantil que vinculan a docentes y mentores en un mismo plan de acción.

Otro reto importante es la formación de los mentores. Acompañar a un joven en situación de vulnerabilidad requiere sensibilidad, paciencia y preparación. Por eso, las capacitaciones en comunicación, escucha activa y contención emocional son fundamentales. El éxito de la mentoría depende de ese equilibrio entre cercanía afectiva y orientación pedagógica, entre el abrazo y la palabra justa en el momento necesario.

Una enseñanza que va más allá de la escuela

La experiencia latinoamericana demuestra que los programas de mentoría no solo reducen la deserción escolar, sino que generan comunidades más solidarias. Cada mentor que acompaña a un joven está también aprendiendo sobre empatía, compromiso y transformación social. Las escuelas que se suman a estos programas se vuelven espacios más abiertos y participativos, donde se valora la escucha tanto como el conocimiento.

En tiempos donde muchas veces se habla de “abandono” o “fracaso”, la mentoría propone una mirada distinta: nadie fracasa cuando tiene a alguien que lo acompaña. En esa simple idea se resume su potencia. América Latina, con su diversidad y su fuerte tejido comunitario, tiene en estos programas una oportunidad para convertir la educación en un acto colectivo, donde cada estudiante encuentre al menos una persona que le diga: “no estás solo”.

El futuro de la región depende, en gran parte, de lograr que los jóvenes permanezcan en la escuela y crean en su propio potencial. Y para eso, los programas de mentoría están demostrando que no hacen falta grandes recursos, sino vínculos humanos que sostengan los sueños. Porque cuando alguien se siente visto y escuchado, quedarse en la escuela deja de ser una obligación y se convierte en una elección.