Por: Maximiliano Catalisano

Cada año, miles de jóvenes abandonan la escuela en la educación media superior sin que su historia llegue a conocerse del todo. Detrás de cada caso hay silencios, presiones, cansancio, decisiones forzadas y caminos que se bifurcan demasiado pronto. La deserción educativa no es un fenómeno nuevo, pero sí es uno que continúa impactando profundamente el futuro de los estudiantes y de las comunidades. Entender qué la provoca, cómo se sostiene y qué puede hacerse para frenarla es uno de los retos más urgentes del sistema educativo. Esta nota busca abrir esa conversación de manera clara, honesta y con una mirada centrada en la realidad que viven los jóvenes.

La educación media superior aparece en el tránsito entre la adolescencia y la adultez: un período lleno de cambios, expectativas y tensiones. Es también la etapa donde se define gran parte del proyecto de vida de los estudiantes. Por eso, cuando un joven abandona la escuela, no solo deja de asistir a clases; queda en pausa una parte de sus oportunidades futuras. Lo que muchas veces se interpreta como una decisión individual, en realidad suele estar atravesado por factores sociales, económicos, familiares y emocionales que se entrelazan de manera compleja.

Uno de los motivos más frecuentes de deserción es la necesidad de trabajar. En numerosos hogares, el ingreso familiar depende de que los adolescentes se incorporen al mercado laboral, ya sea por dificultades económicas o por la ausencia de adultos disponibles. Este ingreso temprano al trabajo, lejos de ser una elección libre, suele responder a una urgencia. La escuela queda entonces en segundo plano, y los estudiantes se enfrentan al desgaste de combinar jornadas largas y exigencias académicas que se vuelven difíciles de sostener.

Otro factor determinante es la falta de acompañamiento emocional y pedagógico. Muchos jóvenes llegan a la educación media superior sin haber desarrollado estrategias de estudio sólidas o arrastrando dificultades del nivel anterior. En estos casos, el paso a una escuela con mayor carga académica, nuevos docentes y otro ritmo puede provocar una sensación de desborde que afecta el rendimiento y, posteriormente, la permanencia. Cuando la institución no identifica estas señales a tiempo, el estudiante termina alejándose sin que nadie haya podido intervenir de manera adecuada.

La distancia entre lo que la escuela ofrece y lo que los estudiantes necesitan es también una causa relevante. Cuando los contenidos, las prácticas o las dinámicas escolares se perciben como poco útiles para la vida real, aparece una desconexión que crece con el tiempo. Muchos jóvenes sienten que la escuela no dialoga con sus intereses, que no los escucha o que no los prepara para las exigencias del mundo actual. Esa percepción genera desmotivación y, en muchos casos, abandono.

Las condiciones socioeconómicas de los contextos donde viven los estudiantes tienen un peso enorme. En zonas rurales o en barrios con escasos servicios públicos, acceder a la escuela implica recorrer largas distancias, pagar transporte o enfrentar situaciones inseguras. Estas barreras logísticas afectan la asistencia y pueden generar ausencias prolongadas que derivan en deserción. Además, la falta de infraestructura escolar, la rotación constante de docentes y la limitada oferta educativa profundizan aún más la brecha.

No se puede ignorar tampoco el impacto de la salud mental. La ansiedad, la tristeza persistente, el estrés o los conflictos familiares influyen directamente en la capacidad de sostener una trayectoria educativa. En muchos casos, los jóvenes no encuentran en la escuela un espacio donde puedan expresar lo que sienten o recibir apoyo especializado. Cuando estos malestares se acumulan, la opción de abandonar parece la salida más rápida, aunque también la más costosa.

La violencia y el acoso escolar son otro motivo de preocupación. Un entorno hostil, ya sea por burlas, discriminación o agresiones, deteriora la experiencia educativa de manera profunda. La escuela debería ser un espacio seguro, pero cuando no lo es, los estudiantes prefieren alejarse antes que exponerse a situaciones que afectan su autoestima y su bienestar.

También influyen las expectativas familiares y sociales. Hay jóvenes que sienten presión por cumplir con roles asignados, continuar tradiciones o elegir caminos que no coinciden con sus intereses. Cuando la educación media superior no es vista como una prioridad en el hogar, el abandono se vuelve más probable. Incluso en contextos donde la familia apoya, las cargas domésticas recaen con más fuerza sobre algunos estudiantes, especialmente mujeres, lo que dificulta sostener la asistencia y el estudio.

Frente a estos desafíos, las escuelas pueden desempeñar un papel fundamental. No se trata solo de ofrecer clases, sino de construir una red de acompañamiento que permita a los jóvenes sentirse vistos, escuchados y comprendidos. La implementación de tutorías personalizadas, programas de mentoría y espacios de escucha activa ayudan a identificar dificultades antes de que sea tarde. Además, fortalecer la relación con las familias y ofrecer información clara sobre alternativas académicas o laborales puede motivar a los estudiantes a continuar su formación.

Un aspecto clave para prevenir la deserción es diversificar las propuestas educativas. Programas técnicos, proyectos interdisciplinarios, prácticas profesionalizantes y actividades culturales permiten que los estudiantes encuentren su lugar dentro de la escuela. Cuando los jóvenes perciben que lo que aprenden tiene sentido, su compromiso aumenta. La escuela debe ser un espacio donde puedan explorar sus intereses y descubrir habilidades que los impulsen a proyectarse hacia el futuro.

La construcción de un clima institucional saludable es otro pilar esencial. Los estudiantes que se sienten parte de una comunidad escolar tienen mayores probabilidades de permanecer en ella. Esto implica fomentar el respeto, la participación, la expresión de ideas y el reconocimiento de las emociones. Un entorno donde se valore la diversidad de voces contribuye a fortalecer el vínculo con la escuela.

Reducir la deserción exige una mirada integral. No alcanza con acciones aisladas; es necesario un enfoque que combine acompañamiento, recursos materiales, propuestas pedagógicas variadas y una comunicación fluida entre escuela, familia y comunidad. La educación media superior no puede ser un filtro que excluya a quienes enfrentan mayores dificultades. Debe convertirse en un espacio que sostenga, abrace y acompañe.

La deserción educativa persiste porque responde a múltiples causas que requieren respuestas complejas. Sin embargo, cada experiencia demuestra que es posible intervenir antes de que los jóvenes abandonen. Hay docentes, directivos y comunidades que buscan alternativas, construyen redes y diseñan proyectos que invitan a quedarse. Reconocer estas prácticas, ampliarlas y apoyarlas es un camino indispensable para revertir la tendencia.

Los jóvenes necesitan saber que su lugar está en la escuela, que su presencia importa y que su futuro no está definido por las limitaciones que los rodean. Cuando la educación media superior se convierte en un espacio de oportunidades reales y de confianza, la deserción deja de ser un destino inevitable y se transforma en un desafío abordable. El compromiso colectivo puede abrir nuevas puertas para miles de estudiantes cuyo potencial merece ser acompañado y reconocido.