Por: Maximiliano Catalisano

Hablar de habilidades socioemocionales en la escuela dejó de ser una moda para convertirse en una necesidad que atraviesa la vida cotidiana de docentes y estudiantes. Sin embargo, el gran desafío aparece cuando llega el momento de evaluar estos aspectos: ¿Qué prácticas realmente aportan a comprender cómo piensa, siente y se vincula un estudiante? ¿Qué métodos generan confusión, presión o terminan midiendo algo que no tiene relación con la vida real? Esta nota propone sumergirse con profundidad en una temática que hoy preocupa y ocupa a equipos directivos, docentes y familias, con el objetivo de clarificar qué tiene sentido evaluar y cómo hacerlo sin caer en simplificaciones ni en herramientas poco rigurosas.

Evaluar habilidades socioemocionales no es lo mismo que medir aprendizajes académicos. Se trata de considerar dimensiones que no siempre se expresan de forma verbal, que dependen de contextos y que requieren interpretaciones cuidadosas. La impulsividad, la persistencia, la empatía, la flexibilidad cognitiva o la capacidad de resolver conflictos son aspectos que se despliegan en situaciones concretas, no en formularios. Por eso, cualquier estrategia de evaluación debe respetar esta complejidad y evitar abordajes que reduzcan la experiencia emocional a un número o a una etiqueta.

Además, las habilidades socioemocionales no se desarrollan de manera lineal. Un estudiante puede mostrar avances en su capacidad de autorregulación durante una semana y retrocesos la siguiente, y eso no necesariamente significa un problema, sino parte del proceso de crecimiento. Cuando una institución desconoce esta dinámica, corre el riesgo de interpretar mal los comportamientos y generar intervenciones inapropiadas. De ahí la importancia de analizar métodos de evaluación que realmente contribuyan al trabajo pedagógico.

Qué estrategias son válidas para evaluar habilidades socioemocionales

Una evaluación adecuada se basa en observar situaciones reales. Docentes y equipos de orientación pueden registrar interacciones espontáneas, respuestas ante desafíos, formas de comunicación, modos de trabajar en grupo, formas de pedir ayuda y estrategias para manejar tensiones. Esta perspectiva permite captar conductas auténticas, en lugar de respuestas ensayadas o condicionadas.

Los registros cualitativos, siempre que sean sistemáticos, ofrecen una mirada profunda y permiten comprender trayectorias. No se trata de anotar cada detalle del comportamiento, sino de identificar patrones, momentos significativos y cambios a lo largo del tiempo. Una observación valiosa es aquella que describe hechos concretos sin interpretaciones apresuradas.

También son útiles las conversaciones con los propios estudiantes. El espacio de diálogo permite que expresen cómo se sienten, cómo viven determinadas situaciones y qué estrategias consideran útiles para enfrentar dificultades. En estas charlas, la escucha activa resulta fundamental para evitar juicios y promover un clima de confianza que favorezca la reflexión personal.

Otra estrategia válida son las actividades que plantean desafíos sociales o emocionales, siempre integradas en propuestas pedagógicas. Por ejemplo, proyectos colaborativos, situaciones de resolución de conflictos dentro del aula o tareas que requieran organización conjunta. La clave es observar cómo participan, no solo si completan la actividad. Estas instancias permiten ver habilidades en acción.

Las autoevaluaciones también pueden aportar, siempre que se usen correctamente. No deben funcionar como una “prueba” sobre cómo se percibe el estudiante, sino como una herramienta para que reconozca sus emociones, necesidades y formas de actuar. Si la institución brinda modelos claros y accesibles, la autoevaluación se convierte en una forma valiosa de promover conciencia emocional.

Qué prácticas no son válidas (y por qué deberían evitarse)

Uno de los errores más frecuentes es utilizar test que prometen medir emociones de manera rígida, como si se tratara de una competencia matemática. Herramientas que clasifican a los estudiantes en categorías cerradas suelen generar estigmas, confusiones y conclusiones erróneas. La vida emocional no funciona por casilleros, y reducirla a una escala numérica puede dañar la comprensión del proceso pedagógico.

Tampoco es válido evaluar habilidades socioemocionales mediante exámenes escritos que piden definir conceptos o repetir contenidos teóricos. Saber qué significa “empatía” no garantiza actuar de manera empática. Y pedirle a un estudiante que describa sus emociones en una hoja no garantiza que pueda gestionarlas en la práctica. Los trabajos escritos pueden complementar, pero nunca reemplazar la observación directa.

Otra práctica problemática es utilizar la conducta como sinónimo de habilidad socioemocional. Un estudiante que permanece en silencio no necesariamente gestiona sus emociones mejor que uno que habla mucho; simplemente tiene otra manera de comportarse. Confundir disciplina con desarrollo emocional genera lecturas sesgadas y, en ocasiones, injustas.

Las comparaciones entre estudiantes también deben evitarse. Cada trayectoria es única, cada experiencia emocional es distinta y cada familia aporta un contexto particular que influye en la forma de actuar en la escuela. Evaluar considerando una vara única solo instala presiones innecesarias y pierde de vista el sentido pedagógico del proceso.

Finalmente, es inapropiado pedir a las familias interpretaciones psicológicas sin formación específica. Los hogares pueden aportar información valiosa sobre comportamientos fuera del ámbito escolar, pero no deben ser responsables de emitir diagnósticos ni clasificaciones. Su aporte debe ser complementario, nunca sustituto de la mirada profesional.

Hacia una evaluación que cuide, acompañe y potencie

Cuando una institución decide evaluar habilidades socioemocionales, debería partir de una premisa central: hacerlo con sensibilidad, coherencia y respeto por cada trayectoria. Una buena evaluación no señala errores, sino que abre puertas. Permite intervenir a tiempo, comprender necesidades y ajustar las propuestas pedagógicas para acompañar mejor.

La formación docente es clave para sostener este tipo de evaluaciones. La capacidad de observar sin prejuicios, de registrar con claridad y de intervenir sin invadir es algo que también se aprende. Por eso, es importante que las escuelas generen espacios de reflexión interna, intercambio profesional y construcción colectiva de criterios.

Además, la evaluación debe integrarse de manera natural al día a día escolar. No se trata de diseñar dispositivos aislados, sino de comprender la vida emocional como parte del aprendizaje. Cada recreo, cada conversación, cada trabajo en equipo y cada desafío académico es una oportunidad para observar habilidades fundamentales que ayudan a los estudiantes a crecer con más seguridad y fortaleza.

Evaluar habilidades socioemocionales es una responsabilidad que requiere cuidado. Pero cuando se hace bien, abre horizontes. Permite conocer a los estudiantes en profundidad y diseñar caminos pedagógicos que respeten sus tiempos y favorezcan su desarrollo integral. Con una mirada atenta y estrategias adecuadas, la escuela puede convertirse en un espacio donde cada emoción tiene un lugar, cada proceso es valorado y cada estudiante encuentra oportunidades reales para avanzar.