Por: Maximiliano Catalisano

Entrar a una escuela debería ser siempre una invitación a descubrir, crear y crecer. Sin embargo, en miles de instituciones mexicanas ese primer paso se ve opacado por un problema que no se ve siempre en las estadísticas, pero que condiciona cada minuto de la jornada escolar: la falta de agua y sanitarios en condiciones básicas. Cuando un estudiante llega a un edificio donde no puede lavarse las manos, donde los baños no funcionan o donde el agua llega por horas y de forma irregular, la experiencia educativa comienza desde un lugar desigual y frágil. Comprender por qué sucede esto y cómo impacta en la vida cotidiana de las comunidades escolares es indispensable para avanzar hacia un sistema que realmente acompañe a todos los niños y jóvenes.

La carencia de agua y sanitarios adecuados en escuelas públicas es un desafío que arrastra décadas. No es un problema reciente ni menor: se trata de una situación que afecta la salud, la asistencia, el bienestar emocional y la permanencia en las aulas. En muchos casos, los directivos deben improvisar soluciones temporales que dependen de la buena voluntad de las familias o de la comunidad. En otros, simplemente se aprende como se puede, aun cuando el entorno no ofrece condiciones mínimas de higiene.

Estas falencias suelen concentrarse en zonas rurales o en periferias urbanas donde la infraestructura es débil. Allí los edificios presentan deterioros estructurales, falta de mantenimiento o conexiones improvisadas al sistema de agua. Las interrupciones constantes del suministro obligan a suspender clases, reducir horarios o limitar actividades básicas. Cuando una escuela no tiene sanitarios suficientes para la cantidad de alumnos, o cuando funcionan de manera deficiente, la incomodidad se transforma en un obstáculo diario que incide directamente en la vida pedagógica.

Además del malestar físico que esta situación provoca, existe un impacto emocional profundo. Para muchos estudiantes, especialmente los más pequeños, ir a la escuela sin la seguridad de disponer de un baño limpio y seguro genera ansiedad y vergüenza. En el caso de las niñas y adolescentes, la situación se agrava durante el ciclo menstrual. Sin instalaciones adecuadas, muchas optan por faltar o abandonar actividades. Estas ausencias, repetidas a lo largo del año, tienen efectos directos sobre el rendimiento y la continuidad escolar.

Otro punto que merece atención es el impacto sanitario. La falta de agua favorece la propagación de enfermedades, algo especialmente delicado luego de experiencias como la pandemia. Pedir a los estudiantes que mantengan hábitos de higiene sin ofrecerles los recursos para hacerlo supone una contradicción que debilita el discurso educativo y expone a la comunidad a riesgos evitables.

Frente a esta realidad, las comunidades escolares suelen desplegar estrategias admirables. En no pocas localidades, padres, docentes y vecinos organizan jornadas de limpieza, colectas de materiales o reparaciones comunitarias. Estas iniciativas sostienen la vida cotidiana, pero también muestran que el problema supera lo que puede resolverse desde la voluntad individual. Sin una política pública clara, sostenida y con presupuesto, cualquier mejora queda a merced de esfuerzos aislados que no garantizan continuidad.

Es importante señalar que la falta de infraestructura no solo afecta el presente de los estudiantes, sino también su percepción sobre la educación como espacio de desarrollo. Una escuela que se cae, que no tiene agua o que obliga a los niños a pedir permiso para ir a una casa vecina a usar el baño transmite un mensaje de desvalorización. La infraestructura, aunque parezca un aspecto técnico, también comunica expectativas. Cuando el entorno es digno, los estudiantes sienten que lo que ocurre ahí adentro importa. Cuando no lo es, la motivación disminuye.

Las autoridades educativas han intentado implementar distintos programas para mejorar instalaciones, pero la magnitud del problema requiere una revisión profunda de las prioridades. Se necesitan diagnósticos reales, presupuesto estable y una estrategia sostenida que no dependa de cambios de gobierno. También es imprescindible escuchar a quienes viven esta problemática todos los días: directivos, docentes, estudiantes y familias. Sus testimonios permiten comprender que no se trata solo de reparar un sanitario, sino de asegurar un entorno escolar donde los aprendizajes puedan desarrollarse sin barreras invisibles.

La responsabilidad no recae únicamente en el Estado. La articulación con municipios, organizaciones sociales y empresas puede generar soluciones amplias y duraderas. Sin embargo, esta colaboración debe garantizar transparencia y continuidad para evitar que todo quede en acciones aisladas que se diluyen con el tiempo. La comunidad educativa necesita certezas, no improvisación.

Una escuela sin agua ni sanitarios adecuados pierde horas valiosas que podrían destinarse a enseñar, acompañar y construir proyectos. También pierde algo más difícil de recuperar: la confianza de sus estudiantes. Por eso es esencial instalar este tema en la agenda pública, no como un reclamo puntual, sino como una discusión de fondo sobre qué tipo de instituciones queremos construir. La educación no puede pensarse sin infraestructura básica. La infraestructura no es un tema secundario: condiciona la dignidad, la seguridad y el bienestar de quienes habitan la escuela todos los días.

México tiene una enorme riqueza cultural, humana y pedagógica. Sus escuelas están llenas de docentes comprometidos y estudiantes con ganas de aprender. Para que ese potencial pueda desplegarse, el entorno físico debe acompañar. No alcanza con buenas intenciones ni con discursos sobre el valor de la educación. Hace falta garantizar que cada niño trabaje en un espacio limpio, seguro y diseñado para su bienestar. Ese es el punto de partida para que todo lo demás sea posible.

La realidad actual de muchas instituciones demuestra que aún queda un largo camino por recorrer. Pero también existe una oportunidad: convertir la demanda por agua y sanitarios en condiciones adecuadas en una causa común. Una causa que una a todos los actores en torno a un objetivo que trasciende las diferencias y las coyunturas. Cuando una escuela mejora su infraestructura, mejora la comunidad entera. Y cuando la comunidad acompaña a la escuela, todo se fortalece.

México enfrenta un desafío grande, pero no imposible. La transformación empieza por reconocer que no se puede aprender plenamente en un edificio que no garantiza condiciones básicas. Y continúa con decisiones firmes que coloquen a la infraestructura escolar en el centro de las políticas educativas. Si la escuela es el corazón de cada comunidad, su cuidado debe ser una prioridad.