Por: Maximiliano Catalisano

Hablar de ciudadanía en el contexto educativo no es solo mencionar una materia o un conjunto de normas, sino pensar en cómo las escuelas forman personas que comprendan el mundo, participen activamente en su comunidad y valoren la convivencia democrática. En distintos lugares del planeta, especialmente en Europa y América Latina, el modo en que se enseña la ciudadanía revela tanto las aspiraciones de cada sociedad como sus desafíos. No se trata solo de educar para cumplir reglas, sino de inspirar a las nuevas generaciones a pensar críticamente sobre el papel que desempeñan como miembros de una comunidad global. Hoy, más que nunca, la educación cívica se transforma en un puente entre culturas, identidades y futuros posibles.

En el caso de Europa, la enseñanza de la ciudadanía se ha consolidado en torno a una idea central: formar ciudadanos capaces de vivir en sociedades diversas y plurales. Países como Finlandia, Francia o España han incorporado asignaturas específicas que no se limitan a los derechos y deberes básicos, sino que promueven el debate sobre temas actuales como la migración, la sostenibilidad, la igualdad de género o el uso responsable de la tecnología. Los programas escolares apuntan a que los estudiantes comprendan la historia democrática europea, el funcionamiento de las instituciones y el valor de la participación social. Pero más allá del contenido, el enfoque pedagógico marca la diferencia: el aprendizaje se apoya en el diálogo, el pensamiento crítico y la resolución de conflictos, buscando que los alumnos vivan la ciudadanía en el aula antes de ejercerla fuera de ella.

En muchas escuelas europeas, los consejos estudiantiles son verdaderos laboratorios de democracia. Allí los alumnos proponen cambios, organizan actividades solidarias y aprenden a tomar decisiones colectivas. En otros contextos, los proyectos interdisciplinarios vinculan la educación cívica con la vida cotidiana: cuidar el medio ambiente, promover la inclusión o reflexionar sobre los discursos de odio en redes sociales se transforman en experiencias concretas de ciudadanía.

En América Latina, el camino ha sido distinto, pero no menos significativo. La educación para la ciudadanía ha crecido al calor de procesos históricos marcados por dictaduras, desigualdades sociales y luchas por la justicia. En este contexto, enseñar ciudadanía no solo significa aprender sobre instituciones o derechos, sino construir un sentido de pertenencia y responsabilidad social. Escuelas de países como Argentina, Chile, México o Colombia han avanzado hacia una mirada más integral que combina la educación cívica con la formación en valores, la memoria histórica y el compromiso comunitario.

La ciudadanía latinoamericana se enseña muchas veces desde la experiencia y la participación directa. Los proyectos solidarios, las ferias de derechos humanos, los debates sobre la realidad política o las asambleas escolares son prácticas comunes que buscan fortalecer la voz del estudiante. El objetivo es que el alumno no memorice conceptos abstractos, sino que los ponga en práctica al involucrarse con su entorno. En muchos casos, la educación cívica se cruza con la educación emocional y con la construcción de una cultura de paz, donde la empatía, la escucha y la cooperación son tan importantes como el conocimiento de las leyes.

Si bien los contextos son diferentes, Europa y América Latina comparten una convicción: la ciudadanía no se enseña solo en el aula, sino en la vida cotidiana de la escuela. El modo en que los docentes dialogan con sus estudiantes, la forma en que se resuelven los conflictos y la participación en las decisiones escolares son parte esencial del aprendizaje cívico. En ambas regiones, el desafío actual consiste en actualizar la educación ciudadana frente a los cambios sociales y tecnológicos que redefinen la convivencia. Las redes sociales, la desinformación y la polarización política exigen nuevas estrategias para que los jóvenes aprendan a ejercer su ciudadanía de forma responsable y reflexiva.

En Europa, los programas educativos más recientes promueven la alfabetización mediática como una herramienta central de la ciudadanía digital. Aprender a distinguir entre información y manipulación, comprender el impacto del lenguaje en las redes y participar en comunidades virtuales respetuosas son hoy competencias fundamentales. En América Latina, en cambio, la prioridad sigue siendo garantizar que todos los jóvenes tengan oportunidades de involucrarse en proyectos sociales y comunitarios que los ayuden a comprender el sentido del bien común.

La educación para la ciudadanía del siglo XXI requiere una mirada global y local al mismo tiempo. Global, porque los problemas del mundo —el cambio climático, la migración, la violencia o las nuevas tecnologías— trascienden las fronteras y exigen una conciencia compartida. Local, porque cada escuela, barrio o comunidad necesita encontrar su propio modo de enseñar la participación y el compromiso.

En este sentido, el intercambio entre Europa y América Latina ofrece un aprendizaje mutuo. Europa puede inspirarse en la capacidad latinoamericana de construir ciudadanía desde la solidaridad y el vínculo humano. América Latina, por su parte, puede nutrirse de las experiencias europeas que integran la educación cívica con la cultura digital y el pensamiento crítico. Ambas regiones demuestran que educar para la ciudadanía es apostar por una sociedad donde la participación, la tolerancia y el respeto sean hábitos cotidianos.

Más allá de las diferencias, el objetivo es común: que cada estudiante aprenda a pensar, decidir y actuar con conciencia de pertenecer a un mundo compartido. En una época en la que la desconfianza, la fragmentación y la indiferencia parecen ganar terreno, la educación ciudadana se convierte en una herramienta silenciosa pero poderosa para sostener el tejido social. Enseñar ciudadanía es, en definitiva, enseñar humanidad.