Por: Maximiliano Catalisano
Hay algo profundamente humano en detenerse a escuchar una palabra y darle valor. En tiempos donde se habla mucho y se escucha poco, donde los mensajes se multiplican sin pausa, recuperar el respeto por la palabra parece un acto casi revolucionario. En la escuela, ese respeto no es solo una cuestión de cortesía: es el punto de partida del aprendizaje verdadero. Porque sin atención, sin escucha, sin conciencia de lo que decimos y oímos, ninguna enseñanza alcanza profundidad. La palabra es el primer puente entre las personas, y educar implica construir ese puente con cuidado.
Respetar la palabra significa reconocer que cada expresión tiene peso, historia y sentido. En el aula, esto se traduce en la manera en que los estudiantes se comunican, en cómo el docente dialoga, en la atmósfera que se crea cuando alguien toma la palabra. Enseñar a hablar no es solo enseñar a pronunciar o a argumentar, sino también a pensar antes de decir. Y enseñar a escuchar es, quizás, una de las tareas más delicadas que tiene la escuela, porque escuchar implica ponerse en el lugar del otro, suspender el juicio y abrirse a comprender.
En la sociedad actual, marcada por la rapidez y la inmediatez, el lenguaje se ha vuelto frágil. Las redes sociales nos acostumbraron a respuestas instantáneas, a frases breves y, muchas veces, vacías. Por eso la escuela tiene un papel esencial: devolver a la palabra su profundidad. Cuando un estudiante aprende que lo que dice puede construir o destruir, cuando descubre que sus palabras pueden animar o herir, está comprendiendo algo fundamental sobre la convivencia y el aprendizaje.
El aula es un laboratorio de lenguaje y, al mismo tiempo, un espacio de construcción de sentido. Cada diálogo, cada lectura, cada intercambio es una oportunidad para aprender a nombrar el mundo. El respeto por la palabra se cultiva desde lo cotidiano: en cómo se espera el turno para hablar, en cómo se argumenta sin interrumpir, en cómo se pregunta sin ironía. Es una tarea que involucra tanto al docente como a los alumnos, porque todos participan de la construcción de ese clima de respeto mutuo.
Cuando la palabra se valora, la enseñanza se transforma. Un docente que escucha realmente a sus estudiantes, que da lugar a sus voces, está generando confianza. Esa confianza es la base sobre la que se asienta todo aprendizaje significativo. No se trata de permitir que todos hablen al mismo tiempo, sino de enseñar a hacerlo con sentido, con responsabilidad, con empatía. Hablar y escuchar son actos morales tanto como intelectuales, porque nos vinculan con los otros y nos obligan a reconocer su existencia.
El respeto a la palabra también implica cuidar el lenguaje. No todo lo que se dice construye. Las palabras tienen el poder de marcar, de incluir o de excluir. Por eso, enseñar a elegir bien lo que decimos es enseñar a pensar con profundidad. En una época donde el lenguaje a menudo se banaliza, donde el insulto o la descalificación se vuelven moneda corriente, la escuela puede ser un refugio del buen decir. Un espacio donde se aprende que la palabra no solo comunica, sino que puede sanar, orientar y dar sentido.
El maestro, en este contexto, es el primer modelo. Su modo de hablar, de preguntar, de corregir, de contar, es una lección permanente. Un tono amable puede abrir caminos; una palabra dura puede cerrar puertas. Por eso, cada vez que el docente usa el lenguaje con conciencia, está enseñando algo más que contenidos: está mostrando cómo se construye una convivencia respetuosa. El alumno observa, imita, reproduce; y en esa cadena invisible se transmiten valores tan importantes como cualquier conocimiento académico.
Hay un vínculo profundo entre palabra y pensamiento. Solo podemos pensar con las palabras que tenemos. Si el lenguaje se empobrece, también se empobrece la forma de entender el mundo. Por eso, educar el lenguaje es también educar el pensamiento. Leer literatura, conversar sobre lo leído, discutir ideas, escribir con reflexión: todas estas acciones fortalecen la mente y el espíritu. En cada palabra nueva que un estudiante aprende hay una posibilidad nueva de comprender y expresar su experiencia.
El respeto por la palabra no se enseña con discursos, sino con práctica. Se aprende en la vida diaria del aula, en los momentos de diálogo, en los errores corregidos con paciencia, en los silencios que dan lugar al otro. Es una tarea lenta, pero poderosa, porque en ella se forjan ciudadanos capaces de comunicarse sin violencia y de convivir en la diversidad.
En el fondo, respetar la palabra es respetar a quien la pronuncia. Es reconocer la dignidad del otro, su derecho a ser escuchado. Y cuando una escuela logra que esa actitud se extienda más allá del aula, está cumpliendo con una de sus misiones más profundas: formar personas que entienden que el lenguaje no es solo herramienta, sino también vínculo y responsabilidad.
