Por: Maximiliano Catalisano

Durante siglos, la educación fue un privilegio reservado a unos pocos. Los templos, los monasterios y las cortes eran los espacios donde se formaban los futuros gobernantes, sacerdotes o sabios. Sin embargo, con el paso del tiempo, las sociedades comenzaron a comprender que enseñar a todos era una forma de construir un futuro compartido. Así nacieron las primeras reformas educativas, impulsadas por pensadores, reyes y movimientos sociales que transformaron la enseñanza en un derecho y no en un privilegio. Aquellos cambios, iniciados hace cientos de años, dieron forma a la escuela que hoy conocemos, con sus aciertos, sus tensiones y sus desafíos.

En la Europa medieval, el conocimiento estaba en manos de instituciones religiosas. Los monasterios fueron los primeros centros donde se copiaban manuscritos y se enseñaban las artes liberales. Sin embargo, el acceso a la educación era limitado. Con el surgimiento de las universidades en los siglos XII y XIII, comenzó un proceso de organización del saber: los estudios se dividieron por materias, se establecieron títulos académicos y aparecieron los primeros exámenes. Aunque seguía siendo un sistema reservado a las élites, ese modelo sentó las bases de la educación formal.

El impulso del humanismo y la educación para el pensamiento

Con el Renacimiento, la mirada cambió. Los humanistas defendieron la idea de formar personas completas, no solo instruidas. Se revalorizó el estudio de las lenguas clásicas, la literatura, la historia y la filosofía. Se buscaba desarrollar el pensamiento crítico, el arte de argumentar y la curiosidad por el mundo. Personajes como Erasmo de Róterdam o Comenio imaginaron una educación universal, que pudiera llegar a todos los niños, sin distinción de origen o condición. Comenio, en particular, propuso métodos de enseñanza más visuales y activos, con la convicción de que aprender debía ser un proceso natural, no una imposición. Su obra Didáctica Magna influyó profundamente en la pedagogía moderna y fue un punto de partida para muchas reformas posteriores.

En los siglos XVII y XVIII, el surgimiento de los Estados modernos impulsó nuevas transformaciones. La educación comenzó a considerarse una herramienta para fortalecer las naciones y formar ciudadanos. En Prusia, por ejemplo, se estableció un sistema educativo estatal y obligatorio, donde la enseñanza tenía una estructura clara, con grados, materias y horarios. Esta organización se convirtió en un modelo que otros países imitaron más tarde. En Francia, durante la Ilustración, pensadores como Rousseau, Diderot y Condorcet defendieron la educación pública como una necesidad para el progreso social. Rousseau, en su Emilio, propuso una enseñanza centrada en la naturaleza y la experiencia, donde el niño debía ser protagonista de su propio aprendizaje.

De la escuela de élite a la escuela para todos

Las grandes revoluciones políticas de los siglos XVIII y XIX consolidaron la idea de que la educación debía ser un bien común. En muchos países europeos y americanos, las leyes comenzaron a establecer la enseñanza obligatoria. El objetivo era claro: que todos los niños, sin importar su origen, pudieran leer, escribir y comprender el mundo. Uno de los grandes impulsores de este cambio fue Horace Mann en Estados Unidos, quien en el siglo XIX promovió la creación de escuelas públicas gratuitas y la formación de docentes preparados. Su visión de una educación común para todos influyó en gran parte del continente americano.

En América Latina, las reformas educativas también tuvieron un papel fundamental en la construcción de los nuevos Estados independientes. Figuras como Domingo Faustino Sarmiento en Argentina, José Pedro Varela en Uruguay o Andrés Bello en Chile comprendieron que sin educación no había ciudadanía posible. Sarmiento, en particular, impulsó una reforma profunda que apostaba por la formación docente y la expansión de la escuela pública. Su frase “educar al soberano” sintetizaba la convicción de que el pueblo debía tener acceso al conocimiento para ejercer su libertad.

Durante el siglo XX, las reformas se multiplicaron. Los sistemas educativos se ampliaron, se incluyeron más niveles de enseñanza, y se introdujeron materias como educación cívica, arte y ciencias naturales. El auge de la pedagogía activa —inspirada en Dewey, Montessori y Freinet— volvió a poner al estudiante en el centro del proceso. Las escuelas comenzaron a pensar no solo en transmitir conocimientos, sino en formar personas capaces de pensar, crear y convivir.

La herencia que aún perdura

Las primeras reformas educativas dejaron una huella profunda que aún puede verse en las escuelas de hoy. La idea de la educación como derecho, la existencia de sistemas públicos, la profesionalización docente, la enseñanza por niveles, la formación integral y el acceso al conocimiento para todos son logros que nacieron de esas transformaciones. Sin embargo, también dejaron preguntas abiertas: ¿Cómo mantener viva la curiosidad en un sistema tan estructurado? ¿Cómo adaptarse a los nuevos tiempos sin perder el sentido humano de la enseñanza?

La escuela moderna enfrenta nuevos desafíos: la tecnología, los cambios culturales, las demandas sociales. Pero, en su esencia, sigue inspirada en aquellas primeras reformas que imaginaron un mundo donde aprender fuera una posibilidad para todos. Comprender ese pasado es entender que cada avance educativo actual tiene una raíz antigua, un sueño que empezó hace siglos y que aún sigue escribiéndose.

Las reformas del pasado no fueron solo leyes o decretos: fueron actos de fe en el poder de la educación para transformar la vida. Gracias a ellas, millones de personas pudieron acceder al conocimiento y cambiar su destino. Cada aula moderna, cada maestro, cada libro, es heredero de esa historia. Y aunque las formas cambien, la idea permanece: educar es el modo más profundo de construir el futuro.