Por: Maximiliano Catalisano
Hay un momento en la vida escolar en el que las preguntas cambian de tono. Ya no se trata de qué tarea hay que entregar o qué examen se aproxima, sino de algo más profundo: “¿Qué quiero hacer con mi vida?”. En la adolescencia, esa pregunta se vuelve protagonista, y muchas veces viene acompañada de dudas, inseguridades y miedos. Acompañar la vocación en esta etapa no significa dar respuestas cerradas, sino ayudar a los jóvenes a escucharse, a observarse, a descubrir lo que los apasiona y a encontrar sentido en lo que hacen. La escuela, la familia y la comunidad tienen un papel esencial en este proceso, porque ningún adolescente debería transitarlo en soledad.
El descubrimiento vocacional no es un instante mágico ni una decisión repentina. Es un proceso de búsqueda que se construye a lo largo del tiempo, con experiencias, conversaciones, ensayos y errores. Por eso, más que presionar para que elijan rápido, es necesario acompañarlos a explorar sin miedo, a probar diferentes caminos, a conocerse en sus intereses y talentos. La adolescencia es una etapa de tránsito, de exploración y de construcción de identidad. En ese camino, el acompañamiento adulto se vuelve una brújula emocional y educativa.
La escuela como espacio para descubrir talentos
La escuela no solo enseña contenidos, también ofrece escenarios donde los adolescentes pueden descubrir qué cosas les despiertan curiosidad o entusiasmo. Las materias, los proyectos interdisciplinarios, las ferias de ciencias, los talleres artísticos o los deportes son oportunidades para que los jóvenes se pongan a prueba, experimenten y reconozcan qué los motiva. Sin embargo, para que eso ocurra, es necesario que la escuela promueva un clima de apertura y escucha, donde cada alumno sienta que su forma de ser y de aprender es valiosa.
Acompañar la vocación desde la escuela no implica imponer un modelo de éxito, sino abrir horizontes. Muchas veces, los adolescentes sienten que hay caminos “mejores” o “peores”, cuando en realidad cada proyecto de vida tiene su valor. El rol de los docentes y orientadores es ayudar a ampliar la mirada, a mostrar la variedad de opciones que existen, a derribar estereotipos y a conectar los aprendizajes con el mundo real. Cuando un estudiante siente que lo que aprende tiene sentido para su vida, se enciende una chispa interior que lo impulsa a seguir explorando.
También es importante enseñar que la vocación no siempre está ligada a una profesión específica. Puede manifestarse en la forma de relacionarse con los demás, en la manera de resolver problemas o en el deseo de transformar algo del entorno. A veces, la vocación se va revelando en pequeñas acciones cotidianas, en las cosas que nos hacen perder la noción del tiempo, en aquello que nos llena de energía y propósito.
El rol de la familia y los adultos significativos
La familia cumple un papel central en este proceso. Acompañar la vocación no significa decidir por los hijos ni dirigir su destino, sino estar disponibles para escuchar, preguntar y animar. Muchos jóvenes sienten miedo de decepcionar o de no cumplir las expectativas de los adultos. Por eso, un entorno familiar que valore la autenticidad y el esfuerzo personal genera confianza y libertad para elegir.
Es fundamental reemplazar las preguntas que presionan (“¿Qué vas a estudiar?”, “¿Ya decidiste tu futuro?”) por otras que acompañan (“¿Qué te gustaría aprender?”, “¿Qué cosas te hacen sentir bien?”, “¿Qué te imaginas haciendo dentro de unos años?”). De esa manera, la conversación se vuelve una guía, no un examen.
Los adultos también deben aceptar que las elecciones pueden cambiar con el tiempo. A veces los adolescentes prueban una opción, se equivocan, retroceden y vuelven a empezar. En lugar de ver eso como un fracaso, hay que entenderlo como parte del aprendizaje. La vocación no es una meta, sino un proceso en movimiento. Cada experiencia, incluso las que parecen errores, ayuda a conocerse mejor.
Educar para el sentido y no solo para el futuro laboral
En una sociedad que suele medir el valor de las personas por su desempeño o por el éxito económico, acompañar la vocación implica ir más allá. No se trata solo de preparar a los jóvenes para un trabajo, sino de ayudarlos a construir un sentido vital. La pregunta no es únicamente “¿Qué quiero hacer?”, sino también “¿Para qué quiero hacerlo?”.
La educación vocacional debería incluir espacios de reflexión donde los estudiantes puedan pensar sobre sus valores, sus deseos y sus inquietudes. Las tutorías, los talleres de orientación y los proyectos solidarios son experiencias que pueden inspirar preguntas profundas sobre el propósito personal. Cuando un adolescente descubre que puede contribuir a algo más grande que sí mismo, su vocación cobra una fuerza transformadora.
También es importante mostrarles que el mundo del trabajo está cambiando y que muchas profesiones del futuro aún no existen. Por eso, más que elegir una carrera, lo valioso es desarrollar habilidades que les permitan adaptarse, aprender continuamente y reinventarse cuando sea necesario. Enseñar a pensar, a crear, a trabajar con otros y a cuidar de uno mismo son aprendizajes que acompañarán cualquier camino vocacional que elijan.
Acompañar sin imponer, guiar sin dirigir
El acompañamiento vocacional requiere sensibilidad y respeto. Cada adolescente tiene su propio ritmo, sus tiempos de maduración y su manera de descubrir lo que lo apasiona. Algunos lo tienen claro desde temprano; otros necesitan más tiempo y experiencias. Lo importante es ofrecer espacios donde puedan pensar en su futuro sin miedo al juicio o al error.
El diálogo constante, la observación atenta y la confianza son herramientas poderosas. Cuando un joven siente que alguien cree en él, se anima a buscar su lugar con más seguridad. La tarea del adulto no es decir qué camino tomar, sino ayudar a mirar el mapa, a reconocer las posibilidades y a escuchar la propia voz interior.
Acompañar la vocación en la adolescencia es, en definitiva, un acto de esperanza. Es confiar en que cada persona tiene un propósito, aunque tarde en descubrirlo. Es sostener la paciencia necesaria para que esa búsqueda florezca sin apuro, y celebrar cada pequeño avance, porque detrás de cada decisión hay un proceso de autoconocimiento y crecimiento.
La escuela y la familia, trabajando juntas, pueden transformar la orientación vocacional en una experiencia significativa, no como una obligación sino como una oportunidad para conocerse mejor. Si logramos que los jóvenes comprendan que su vocación no se trata solo de elegir una carrera, sino de elegir una forma de estar en el mundo, estaremos sembrando la base de una vida plena y coherente.