Por: Maximiliano Catalisano
En un mundo donde las prisas, la competencia y la tecnología marcan el ritmo cotidiano, hablar de “cuidado” parece, a veces, una rareza. Sin embargo, en la escuela, el cuidado no es una palabra menor: es la base invisible sobre la cual se sostienen los vínculos, el aprendizaje y la convivencia. Incorporar la ética del cuidado como contenido transversal en la educación no es una moda ni un agregado opcional; es una necesidad profunda para formar personas sensibles, responsables y capaces de construir comunidades más justas y humanas. Enseñar a cuidar —de sí, de los otros, del entorno y del conocimiento— implica recuperar el sentido más esencial de la educación: el de acompañar a otros en su crecimiento.
La ética del cuidado atraviesa todos los aspectos de la vida escolar, aunque muchas veces pase desapercibida. Se hace visible en los gestos cotidianos: en cómo un docente escucha a un alumno que atraviesa una dificultad, en cómo se resuelve un conflicto entre compañeros, o en cómo se protege el tiempo de descanso y el espacio de aprendizaje. Cuando una escuela asume el cuidado como principio orientador, no solo mejora su clima institucional, sino que también forma ciudadanos más empáticos y atentos al bienestar común.
Cuidar como forma de enseñar
Cuidar no significa simplemente proteger. Es un acto que combina la atención, la responsabilidad y la empatía. En el contexto educativo, cuidar implica mirar al otro con interés genuino, reconocer sus necesidades y acompañar sus procesos de manera respetuosa. Una escuela que cuida es aquella que escucha, que da tiempo, que entiende que cada alumno aprende a su ritmo y que la educación no puede reducirse a resultados medibles.
Enseñar la ética del cuidado no requiere una materia nueva, sino una mirada transversal. Está presente en todas las áreas del saber y en cada práctica docente. En ciencias naturales, se expresa en la responsabilidad ambiental; en historia, al reflexionar sobre los derechos y las consecuencias de las acciones humanas; en literatura, al ponerse en el lugar de los personajes y comprender emociones; en educación física, al respetar el cuerpo propio y el ajeno. Cuidar es un contenido que se aprende haciendo, sintiendo y reflexionando.
La escuela, además, es el espacio donde muchos niños y adolescentes encuentran su primer modelo de cuidado fuera del ámbito familiar. Por eso, las actitudes que los adultos muestran —cómo hablan, cómo escuchan, cómo corrigen— son lecciones silenciosas que dejan huellas profundas. La ética del cuidado se enseña menos con discursos y más con ejemplos.
El cuidado como tejido de la convivencia escolar
En una comunidad educativa, el cuidado es el hilo que une a sus miembros. Es el lenguaje de la cooperación, el respeto y la escucha. Cuando la escuela promueve el cuidado como valor compartido, los conflictos se abordan desde la empatía y la búsqueda de reparación, no desde la sanción inmediata. Esto transforma la convivencia en una oportunidad de aprendizaje.
Además, enseñar a cuidar también implica cuidar los espacios comunes. La limpieza del aula, el uso responsable de los recursos y la valoración del entorno natural son formas concretas de traducir la ética del cuidado en acciones cotidianas. No se trata solo de mantener el orden, sino de construir sentido de pertenencia: cuidar lo que es de todos es también una manera de cuidar a la comunidad.
En este punto, el rol del docente es central. No se trata de ser una figura distante o meramente transmisora de saberes, sino un adulto presente que sostiene, orienta y acompaña. El cuidado docente se manifiesta tanto en el acompañamiento emocional como en la planificación pedagógica que tiene en cuenta la diversidad y las necesidades de cada grupo.
La ética del cuidado y la formación integral
La ética del cuidado no puede pensarse separada de la formación integral de los estudiantes. Educar no es solo preparar para rendir exámenes o ingresar a la universidad; es formar personas capaces de convivir, de asumir responsabilidades y de mirar al otro con sensibilidad. En este sentido, el cuidado atraviesa todas las dimensiones de la educación: la cognitiva, la emocional, la social y la ética.
Incorporar este enfoque no significa abandonar los contenidos académicos, sino darles un sentido más profundo. Por ejemplo, enseñar ciencia desde el cuidado del ambiente, economía desde la responsabilidad social o tecnología desde la conciencia de su impacto humano. De este modo, los saberes escolares dejan de ser fragmentos aislados y se convierten en herramientas para vivir mejor y convivir mejor.
La ética del cuidado también invita a reflexionar sobre el autocuidado docente. Un educador que no se cuida, que se siente agotado o sin reconocimiento, difícilmente podrá sostener una práctica basada en el bienestar y la atención hacia los demás. Promover espacios de diálogo, descanso y acompañamiento dentro de las instituciones educativas es parte de esa misma ética.
Cuidar para transformar la escuela
Cuando la ética del cuidado se asume como contenido transversal, la escuela cambia. Deja de ser un lugar solo de transmisión de saberes para convertirse en una comunidad viva que se sostiene en la confianza, la escucha y el respeto. En un tiempo donde muchas interacciones se vuelven virtuales y efímeras, enseñar a cuidar es enseñar a permanecer, a construir lazos duraderos y significativos.
Educar en el cuidado no es un lujo moral, sino una forma de sostener la humanidad en la educación. Es enseñar a mirar al otro como un ser valioso, a comprender que toda acción tiene consecuencias y que la convivencia requiere atención constante. En definitiva, la ética del cuidado no es un contenido más del currículum: es el corazón de la tarea educativa.
Las escuelas que enseñan a cuidar están formando a las próximas generaciones no solo para el mundo del trabajo, sino para la vida en comunidad. Están enseñando a escuchar antes de responder, a acompañar antes de juzgar, a construir antes de competir. Y en esa enseñanza silenciosa y profunda, tal vez se juegue el verdadero sentido de la educación del futuro.