Por: Maximiliano Catalisano
Desde tiempos inmemoriales, los seres humanos hemos aprendido a través de los relatos. Antes que existieran los libros o las pantallas, ya había historias. En los fogones, en las plazas o en las camas antes de dormir, las palabras tejían emociones, valores y enseñanzas. En la escuela de hoy, recuperar el poder educativo de los cuentos y las metáforas puede transformar la manera en que los niños se conocen, se expresan y se relacionan con los demás. Lejos de ser un recurso menor o un entretenimiento, la narración se convierte en un puente hacia la comprensión emocional, la empatía y la reflexión profunda sobre la vida cotidiana.
Educar las emociones no es un acto inmediato ni una lección que se dicta, sino un proceso que requiere sensibilidad, constancia y herramientas que despierten la atención genuina del niño. En ese sentido, los cuentos y las metáforas ofrecen una puerta mágica: permiten hablar de lo complejo con ternura, de lo difícil con esperanza y de lo cotidiano con una profundidad que muchas veces supera las explicaciones racionales.
El valor del relato como espejo emocional
Cuando un docente o un adulto comparte un cuento, no solo transmite una historia, sino que ofrece un espejo simbólico donde los niños pueden verse reflejados. Un personaje que siente miedo, alegría, enojo o tristeza se convierte en una oportunidad para que el lector reconozca sus propias emociones y aprenda a nombrarlas. Este proceso, conocido como alfabetización emocional, es la base de la convivencia, la empatía y la resolución de conflictos.
Además, los cuentos permiten abordar temas que suelen ser difíciles de tratar directamente: la pérdida, la frustración, los celos, los cambios familiares, el miedo a fallar o la necesidad de pedir perdón. En lugar de imponer una moral, el relato invita a pensar, a identificarse y a encontrar un sentido propio. La historia se vuelve entonces un terreno seguro donde explorar sin sentirse juzgado.
En las aulas, el docente que selecciona con cuidado los cuentos que lee está diseñando experiencias emocionales que dejarán huella. Un mismo texto puede abrir diferentes conversaciones según la edad, el contexto o el clima del grupo. Por eso, la lectura compartida se convierte en un acto pedagógico que combina arte, lenguaje y afecto.
Las metáforas como puentes para comprender
La metáfora tiene la capacidad de conectar lo abstracto con lo concreto. Cuando un niño escucha que “el enojo es como un volcán que necesita enfriarse”, no solo entiende cognitivamente la emoción, sino que la visualiza, la siente y la puede manejar con mayor conciencia. Las metáforas ordenan el caos emocional en imágenes comprensibles, accesibles y memorables.
Por eso, la escuela que integra la metáfora en su comunicación cotidiana crea una atmósfera más humana y sensible. En lugar de hablar de “mal comportamiento”, se puede decir “hoy el grupo está como un mar revuelto, necesitamos calmar las olas”. Esta manera de hablar no disfraza la realidad, sino que la suaviza para permitir la reflexión y la mejora desde un lugar constructivo.
La metáfora también ayuda al docente a enseñar valores sin recurrir al sermón. Una fábula o una historia breve puede dejar una enseñanza profunda sin necesidad de explicitarla. Los niños, a través de la imaginación, internalizan los mensajes de manera natural, sin sentirse presionados a “aprender”, sino disfrutando del proceso.
Cómo incorporar cuentos y metáforas en la vida escolar
Integrar la educación emocional a través de relatos no requiere materiales costosos ni programas complejos. Basta con recuperar la práctica de la lectura compartida, reservar tiempos de conversación y crear espacios donde las historias tengan lugar. Leer un cuento al iniciar la jornada puede funcionar como un ritual que prepara a los estudiantes para pensar y sentir con calma.
También es valioso permitir que los propios alumnos inventen sus metáforas o creen cuentos que representen lo que viven. Esa actividad estimula la creatividad, la escucha y la expresión emocional. Cuando los niños ponen palabras a lo que sienten, se apropian de su mundo interior y comienzan a comprender mejor el de los demás.
En los niveles iniciales y primarios, los cuentos clásicos y contemporáneos ofrecen múltiples oportunidades. En secundaria, las metáforas pueden surgir de canciones, películas, o relatos breves, adaptando el lenguaje a las edades y experiencias de los jóvenes. En todos los casos, lo importante es que el relato despierte reflexión y conversación genuina.
Un puente entre la palabra y el corazón
Educar a través de los cuentos y las metáforas no es solo enseñar a leer, sino a sentir. Es cultivar la empatía, la calma y la capacidad de reconocer las emociones propias y ajenas. En una época en la que la inmediatez y la distracción parecen dominar, los relatos invitan a detenerse, a escuchar, a imaginar. La lectura en voz alta, el silencio posterior, las preguntas que surgen, los gestos compartidos: todo ello construye comunidad y humanidad.
La educación emocional no se impone, se contagia. Y los cuentos son el vehículo perfecto para hacerlo. Cuando un niño se emociona con una historia, algo dentro de él comienza a transformarse. Aprende sin darse cuenta que sentir no está mal, que se puede tener miedo y también esperanza, que la tristeza no dura para siempre, y que cada experiencia, como en los relatos, deja una enseñanza.
En definitiva, los cuentos y las metáforas son herramientas de encuentro. Enseñan a mirar más allá de las palabras y a descubrir lo que late detrás de ellas. Son una manera de decirle a los niños: “lo que sentís importa, y merece ser escuchado”. En ese gesto está el verdadero sentido de educar: acompañar a cada uno a escribir su propia historia con ternura, sentido y emoción.