Por: Maximiliano Catalisano
En cada recreo, en cada juego dentro del aula o en el patio, los niños viven pequeñas escenas que reflejan la vida social. Ganan, pierden, discuten, negocian, hacen acuerdos y, a veces, sienten que algo fue injusto. Es ahí donde la escuela encuentra una oportunidad única: enseñar justicia no desde los libros, sino desde la experiencia. Los juegos y las actividades escolares son espacios donde los alumnos pueden comprender qué significa respetar las reglas, escuchar al otro y aceptar decisiones colectivas. Enseñar justicia jugando no es solo promover la convivencia, sino formar ciudadanos capaces de construir acuerdos, reconocer errores y valorar la honestidad. En esos momentos cotidianos, aparentemente simples, se esconden los aprendizajes más profundos sobre cómo convivir en sociedad.
El concepto de justicia puede parecer abstracto para los más chicos, pero cuando se lo vive en una situación concreta —un juego donde hay que respetar turnos, cumplir reglas o compartir el material— se vuelve tangible y significativo. Cada vez que un docente interviene para ayudar a resolver un conflicto, escuchar a las partes y promover la reflexión, está enseñando justicia. No se trata solo de imponer sanciones o decidir quién tiene razón, sino de construir un espacio donde los alumnos aprendan a razonar, a ponerse en el lugar del otro y a comprender las consecuencias de sus actos.
El juego como espacio para aprender a convivir
El juego es una representación de la vida. En él aparecen las emociones, las normas, las decisiones y los conflictos. Cuando la escuela aprovecha ese escenario para enseñar justicia, convierte lo cotidiano en un aprendizaje social profundo. En una actividad grupal, por ejemplo, los alumnos pueden experimentar la importancia de cumplir acuerdos, de aceptar resultados y de resolver diferencias sin agredir. Un juego de mesa, una competencia deportiva o una dinámica de grupo se vuelven mucho más que entretenimiento: son ensayos de convivencia.
Los docentes tienen la oportunidad de acompañar esas experiencias con preguntas que inviten a pensar: ¿Qué pasa si alguien no cumple una regla?, ¿Cómo nos sentimos cuando algo no es justo?, ¿Qué podríamos hacer para mejorar la próxima vez? Estas conversaciones sencillas siembran conciencia moral y ayudan a construir una mirada ética desde temprana edad.
De la regla impuesta al acuerdo compartido
Trabajar la justicia en la escuela implica también cambiar la forma en que se aplican las normas. En lugar de imponerlas desde arriba, se pueden construir colectivamente. Los acuerdos de aula, por ejemplo, permiten que los alumnos participen en la definición de las reglas que los van a guiar. De ese modo, comprenden que la justicia no es algo externo que se les exige, sino una construcción colectiva que protege a todos.
Cuando un grupo crea sus propias normas, las valora más. Entiende que cumplirlas no es un acto de obediencia, sino de compromiso con los demás. Y cuando esas reglas se rompen, el diálogo se convierte en una herramienta educativa: no se busca castigar, sino reparar. Enseñar justicia es también enseñar que los errores se pueden transformar en oportunidades para mejorar.
Juegos que enseñan justicia
Existen muchas propuestas lúdicas que ayudan a trabajar la noción de justicia de manera vivencial. Los juegos cooperativos, por ejemplo, enseñan que el objetivo no siempre es ganar, sino lograr algo entre todos. En ellos, los alumnos aprenden a confiar, a compartir estrategias y a valorar el esfuerzo conjunto. También los deportes escolares, cuando se enfocan en el respeto y no solo en el resultado, son una gran oportunidad para reflexionar sobre el juego limpio, la empatía y el autocontrol.
Otra estrategia es usar dramatizaciones o simulaciones donde los estudiantes deban tomar decisiones sobre situaciones de conflicto. Por ejemplo, representar un juicio escolar ante una situación injusta o recrear un debate para buscar soluciones colectivas. Estas dinámicas fortalecen la argumentación, la escucha y la capacidad de llegar a acuerdos razonables.
La mirada docente en el proceso
El rol del docente en estas experiencias es esencial. No se trata de ser árbitro o juez, sino mediador. Su tarea es guiar a los alumnos para que comprendan las reglas del juego, las razones detrás de las normas y las emociones que surgen cuando algo no se cumple. Un docente que escucha antes de sancionar, que propone reparar en lugar de castigar, enseña justicia en la práctica.
Cada conflicto que aparece en el aula puede transformarse en una oportunidad pedagógica. Cuando los estudiantes ven que los adultos actúan con coherencia, respetando las mismas normas que piden a los demás, aprenden que la justicia se construye con el ejemplo. Y cuando se les da la posibilidad de expresarse y ser escuchados, desarrollan confianza y sentido de pertenencia.
Educar en justicia para transformar la convivencia
Trabajar la justicia en juegos y actividades escolares no solo mejora el clima de convivencia, sino que también forma ciudadanos más reflexivos, empáticos y comprometidos. En un mundo donde muchas veces prevalecen la competencia y la desigualdad de oportunidades, la escuela tiene la posibilidad de enseñar otra manera de relacionarse: una basada en el respeto, la cooperación y la búsqueda del bien común.
La justicia no se enseña con definiciones, sino con experiencias. Cada juego justo, cada conflicto resuelto con diálogo, cada acuerdo respetado es una lección que queda grabada. Enseñar justicia en la escuela es, en definitiva, enseñar humanidad: comprender que todos merecemos respeto y que las reglas no están para limitar, sino para proteger la convivencia. Si los alumnos aprenden eso jugando, habremos sembrado mucho más que conocimientos: habremos formado personas capaces de convivir, comprender y construir juntos un mundo más justo.