Por: Maximiliano Catalisano

En la vida escolar los estudiantes aprenden a leer, escribir, resolver cálculos y comprender el mundo que los rodea, pero también construyen aprendizajes que tienen un impacto mucho más profundo: cómo se relacionan con los demás, cómo enfrentan desafíos y cómo entienden la idea de éxito. Durante años, la competencia fue vista como una manera de motivar a los alumnos, empujándolos a superarse unos a otros. Sin embargo, cada vez más experiencias educativas muestran que la cooperación tiene un valor mucho mayor, porque no se trata de que uno gane y otro pierda, sino de avanzar juntos, de compartir logros y de aprender que la fuerza del grupo potencia a cada individuo.

Competir o cooperar, dos caminos diferentes

La competencia en la escuela suele aparecer de distintas formas: desde calificaciones que comparan quién obtiene la mejor nota, hasta juegos o dinámicas donde siempre hay un ganador y varios que quedan en el camino. Aunque puede generar entusiasmo momentáneo, también produce frustración en quienes sienten que nunca llegan a la meta, e incluso instala la idea de que el éxito solo es válido si implica superar al otro.

La cooperación, en cambio, propone un recorrido distinto. En lugar de poner a los estudiantes en oposición, los invita a trabajar juntos, a apoyarse mutuamente y a construir resultados compartidos. Cuando se coopera, la atención no está en demostrar quién es más, sino en descubrir qué puede aportar cada uno para alcanzar un objetivo común.

Aprendizajes que nacen de la cooperación

Cooperar enseña a escuchar, a esperar turnos, a valorar las ideas ajenas y a reconocer que cada persona tiene un aporte único para dar. Los estudiantes comprueban que, cuando suman sus capacidades, pueden lograr metas más ambiciosas que de manera individual. Además, desarrollan habilidades que serán fundamentales en cualquier ámbito de la vida: trabajar en equipo, resolver problemas en conjunto, negociar y aprender a ceder.

En la cooperación también se fortalecen la empatía y la solidaridad. Ayudar a un compañero que se quedó atrás no significa perder tiempo, sino garantizar que todos avancen. Esa experiencia deja huellas que van más allá de lo escolar, porque prepara a los alumnos para comprender que en la sociedad nadie se sostiene solo.

Cómo fomentar la cooperación en el aula

Promover la cooperación no significa eliminar los desafíos, sino plantearlos de una manera distinta. Un proyecto grupal, un trabajo de investigación compartido o una actividad artística en conjunto permiten que cada estudiante aporte desde sus habilidades. Incluso en los juegos, se pueden diseñar dinámicas donde la meta se alcanza si todo el equipo cumple un objetivo, evitando que siempre haya alguien que quede afuera.

El docente tiene un papel esencial al proponer situaciones donde los logros dependan de la participación de todos y no de la competencia entre algunos. Esto implica valorar tanto los resultados como el proceso, destacando cómo cada estudiante colaboró con el grupo y reconociendo los pequeños gestos de cooperación que enriquecen la experiencia.

El efecto de la cooperación en la convivencia

Cuando en la escuela predomina la competencia, muchas veces aparecen rivalidades, comparaciones y hasta burlas hacia quienes no alcanzan las metas esperadas. En cambio, la cooperación construye un clima más saludable, donde los estudiantes se sienten parte de un mismo equipo y no enemigos que deben superarse.

Este cambio impacta directamente en la convivencia. Se reducen los conflictos porque los logros dejan de ser motivo de envidia o de enfrentamientos, y aumentan las conductas de cuidado mutuo. Al sentirse acompañados, los alumnos también experimentan mayor confianza para animarse a participar, preguntar y equivocarse sin temor a ser juzgados.

Cooperación y motivación

Algunas personas piensan que sin competencia los estudiantes no tendrían motivación. Sin embargo, los talleres y proyectos que priorizan la cooperación muestran lo contrario: cuando los alumnos saben que sus aportes son valiosos para el grupo, se involucran con entusiasmo y responsabilidad. La motivación no surge de ganar, sino de sentirse parte de un proceso en el que todos cuentan.

Además, la cooperación no anula el deseo de superación personal. Lo que cambia es el enfoque: el objetivo no es superar al compañero, sino superar desafíos juntos. Este matiz genera una motivación más profunda y sostenible, porque no depende de estar por encima de otro, sino de crecer en comunidad.

Un mensaje que trasciende la escuela

El valor de la cooperación frente a la competencia no se limita a la vida escolar. Lo que los estudiantes aprenden en este ámbito se traslada a sus familias, amistades y futuros trabajos. Saber trabajar en equipo, respetar los tiempos de los demás y reconocer logros compartidos son aprendizajes que se convierten en herramientas para toda la vida.

La escuela, al fomentar la cooperación, no solo enseña contenidos académicos, sino que también forma ciudadanos que entienden que el bienestar individual está ligado al bienestar colectivo. Este es quizás el mayor legado: comprender que el verdadero progreso no es el que deja a otros atrás, sino el que avanza con todos.

Un cambio necesario en la mirada educativa

Sostener la cooperación por sobre la competencia implica revisar prácticas, repensar evaluaciones y diseñar propuestas que pongan en el centro la importancia del grupo. No es un cambio sencillo, porque durante décadas se instaló la idea de que competir era la mejor manera de aprender. Sin embargo, cada vez más experiencias demuestran que cuando los estudiantes cooperan, no solo se fortalecen los vínculos, sino que también aprenden mejor.

El desafío para la escuela es animarse a dar ese paso: construir espacios donde la cooperación sea el motor de la convivencia y el aprendizaje, mostrando que la verdadera grandeza no está en vencer al otro, sino en crecer junto a él.