Por: Maximiliano Catalisano
En toda comunidad educativa aparecen tensiones, desacuerdos y malentendidos que, si no se atienden a tiempo, pueden crecer hasta afectar la convivencia y el aprendizaje. Las discusiones entre estudiantes, los roces por diferencias de opinión o las dificultades para aceptar normas de convivencia son parte de la vida escolar. Frente a estas situaciones, muchas escuelas han incorporado una herramienta que trasciende lo punitivo y se convierte en un espacio pedagógico: la asamblea escolar. Lejos de ser una reunión más, las asambleas permiten que las voces circulen, que cada integrante del grupo sea escuchado y que los problemas se aborden desde la participación y el diálogo.
Una práctica que promueve la palabra y la escucha
La asamblea escolar no es simplemente juntar a los alumnos para dar un mensaje. Su valor radica en que se establece como un espacio horizontal de intercambio, donde todos pueden expresarse y ser escuchados. Este ejercicio ayuda a que los estudiantes comprendan que la convivencia no se resuelve con imposiciones sino con acuerdos. Cuando un grupo sabe que existe un momento y un lugar para plantear aquello que incomoda, la tensión se reduce, porque no hace falta recurrir al enojo o al silencio.
Lo interesante es que, con el tiempo, los alumnos aprenden a ordenar sus ideas, argumentar y respetar los turnos de palabra. Estas habilidades no solo mejoran la comunicación dentro del aula, sino que también fortalecen su capacidad para relacionarse fuera de la escuela.
Asambleas como herramienta de prevención
Muchas veces se piensa en la asamblea únicamente como un recurso cuando ya hay un conflicto instalado. Sin embargo, su mayor potencial está en la prevención. Reunirse de manera periódica para conversar sobre cómo se sienten, qué dificultades encuentran en el grupo o qué propuestas tienen, permite anticipar situaciones antes de que escalen.
En un encuentro puede surgir, por ejemplo, que algunos se sienten excluidos en los juegos del recreo o que hay malestar por el uso de los celulares en clase. Al dar lugar a estas preocupaciones, la comunidad educativa puede buscar soluciones colectivas que eviten que el problema crezca. Así, la asamblea se convierte en un espacio de cuidado mutuo, donde todos aprenden que el bienestar del grupo depende de la participación activa de cada uno.
La importancia del rol docente
Aunque la asamblea se plantea como un espacio horizontal, el docente cumple un papel central en su desarrollo. No se trata de imponer, sino de guiar. Es necesario ayudar a organizar la conversación, garantizar que todas las voces sean escuchadas y mantener el respeto en los intercambios. También es clave registrar las conclusiones y asegurarse de que las decisiones tomadas tengan continuidad en la vida cotidiana del aula.
Un docente que sostiene la práctica de la asamblea transmite un mensaje poderoso: que las normas y las soluciones no vienen solo de arriba, sino que se construyen entre todos. Esta coherencia fortalece la confianza en el proceso y motiva a los estudiantes a participar con mayor compromiso.
Acuerdos que se transforman en compromisos
Uno de los resultados más valiosos de las asambleas son los acuerdos colectivos. No se trata de reglas escritas por un adulto, sino de compromisos que nacen de la reflexión conjunta. Al ser elaborados por los propios estudiantes, adquieren un sentido distinto: no se cumplen por obligación, sino porque se sienten parte de ellos.
Estos acuerdos pueden abarcar desde cuestiones concretas, como respetar los turnos para hablar, hasta temas más amplios como cuidar el espacio común o evitar burlas hacia los compañeros. La fuerza de este mecanismo radica en que, frente a una dificultad, se puede volver al acuerdo tomado en la asamblea, recordando que fue una decisión compartida.
La asamblea como escuela de ciudadanía
Más allá de resolver conflictos, las asambleas son una experiencia de formación ciudadana. En ellas se ejercita la capacidad de opinar, escuchar puntos de vista diferentes, argumentar con respeto y aceptar decisiones colectivas. Estos aprendizajes resultan fundamentales para la vida democrática y acompañan a los estudiantes mucho más allá de su paso por la escuela.
La práctica constante de la asamblea genera una cultura participativa en la que los estudiantes entienden que los problemas no se resuelven desde la imposición, sino desde el diálogo y la búsqueda de consensos. Este aprendizaje es, en definitiva, una de las mayores riquezas que la escuela puede ofrecer a quienes se están formando como futuros ciudadanos.
Continuidad y coherencia para sostener la práctica
Para que las asambleas tengan impacto real en la resolución de conflictos, no basta con hacerlas de manera esporádica. Requieren continuidad y coherencia. Si se realizan solo cuando surge un problema grave, pierden su sentido preventivo y terminan asociadas al castigo. En cambio, cuando forman parte de la rutina escolar, los estudiantes las esperan como un espacio propio y las valoran como una herramienta genuina de participación.
También es necesario que las conclusiones no queden en palabras. Si se acuerda, por ejemplo, mejorar la organización del uso de materiales, debe haber un seguimiento para que ese compromiso se concrete. De lo contrario, la asamblea pierde legitimidad y los estudiantes pueden sentir que no vale la pena participar.
Un camino hacia la convivencia sostenida
Las asambleas escolares no son una receta mágica que resuelve todo de inmediato, pero sí son un camino sólido para construir una convivencia más justa y respetuosa. Brindan un espacio donde la palabra circula, los desacuerdos se transforman en oportunidades de aprendizaje y los estudiantes descubren que tienen la capacidad de incidir en la vida del grupo.
Cuando la comunidad escolar asume la asamblea como una práctica habitual, los conflictos dejan de ser vistos únicamente como problemas y comienzan a ser entendidos como momentos de crecimiento colectivo. Allí radica su verdadero impacto: en convertir la resolución de conflictos en una experiencia pedagógica que enriquece a todos.