Por: Maximiliano Catalisano

En el día a día escolar ocurren infinidad de momentos que parecen insignificantes, pero que en realidad tienen un valor enorme para quienes los protagonizan. Un alumno que logra leer de corrido por primera vez, una estudiante que se anima a participar en voz alta después de mucho silencio, un grupo que consigue organizarse sin discusiones para una tarea. Estos instantes, que a veces pasan desapercibidos, son los que sostienen la confianza y abren caminos de aprendizaje. Sin embargo, cuando la escuela se concentra solo en los grandes resultados y deja de reconocer los pequeños logros, algo esencial se pierde. El clima cambia, la motivación se apaga y el sentido de esfuerzo diario queda desdibujado.

No celebrar los logros pequeños significa reducir la mirada educativa únicamente a los momentos extraordinarios, como los actos escolares, las notas sobresalientes o los proyectos destacados. En esa visión parcial, lo cotidiano se vuelve invisible y los estudiantes sienten que solo vale la pena esforzarse si alcanzan metas espectaculares. Este mensaje, aunque no se exprese en palabras, cala honda: transmite que lo que no brilla no tiene importancia.

El impacto de esa ausencia de reconocimiento se percibe primero en los alumnos. Los logros pequeños son, en muchos casos, conquistas personales que implican vencer miedos, superar barreras o perseverar en medio de la frustración. Cuando la escuela no los visibiliza, los estudiantes pueden sentir que su esfuerzo no tiene valor. Poco a poco, la motivación se erosiona y se instala la idea de que solo los mejores merecen ser vistos. En un entorno así, muchos prefieren no intentarlo antes que arriesgarse a quedar invisibles.

También en los docentes esta falta de celebración deja huella. Los profesores que acompañan procesos saben cuánto cuesta que un estudiante dé un paso, aunque parezca pequeño desde afuera. Cuando ese progreso no es reconocido en el espacio escolar, se pierde la oportunidad de reforzar la enseñanza con una retroalimentación positiva y de generar un clima de aliento. La ausencia de celebración impacta entonces en la propia dinámica pedagógica, que pierde una herramienta poderosa de motivación.

El reconocimiento de los logros pequeños no requiere grandes ceremonias. A veces alcanza con una palabra de aliento, un gesto de aprobación, un comentario escrito en una hoja de ejercicios. Son detalles que marcan la diferencia porque transmiten al alumno que alguien ve y valora lo que hace. La celebración es, en realidad, una forma de decir: “tu esfuerzo importa, aunque aún falte mucho camino por recorrer”. Cuando la escuela omite este gesto, pierde la oportunidad de construir confianza y de fortalecer la perseverancia.

Si pensamos en la cultura escolar, la ausencia de celebración genera una dinámica en la que se instala la presión por destacar. Los estudiantes más inseguros o con mayores dificultades sienten que no tienen lugar en ese esquema, mientras que los más destacados se acostumbran a asociar su valor únicamente con sus grandes éxitos. De esta manera, la escuela corre el riesgo de convertirse en un espacio competitivo y desmotivador, en lugar de un espacio de acompañamiento y construcción colectiva.

Es importante subrayar que celebrar los logros pequeños no significa conformarse con menos, sino reconocer que el aprendizaje es un proceso. Cada paso forma parte del camino y merece ser valorado. Una escuela que celebra lo pequeño está enseñando a sus alumnos a reconocer su propio progreso, a confiar en que el esfuerzo sostenido rinde frutos y a disfrutar del trayecto, no solo de la meta final.

La falta de celebración también se conecta con la manera en que los estudiantes se ven a sí mismos. Cuando el reconocimiento está ausente, la autoestima se resiente y se instala la sensación de que nunca es suficiente. En cambio, cuando se valida cada avance, los alumnos aprenden a mirarse con más confianza y a percibir que siempre hay algo positivo en lo que hacen. Esto repercute en su forma de afrontar no solo la escuela, sino la vida en general.

Finalmente, la celebración de los logros pequeños fortalece los vínculos dentro de la comunidad escolar. Reconocer y aplaudir los avances cotidianos fomenta un ambiente de apoyo mutuo, en el que todos sienten que tienen algo valioso para aportar. La ausencia de este reconocimiento, por el contrario, genera una cultura fría y distante, donde solo importan los resultados finales.

Cuando la escuela no celebra los logros pequeños, pierde la oportunidad de alimentar la motivación, de fortalecer la confianza y de construir un clima positivo de aprendizaje. La educación no se mide únicamente en grandes hitos, sino en la suma de cada paso que los alumnos dan día a día. Una escuela que sabe detenerse para reconocer estos avances transmite un mensaje profundo: que aprender es valioso siempre, incluso cuando parece mínimo, y que cada esfuerzo abre un camino hacia algo más grande.