Por: Maximiliano Catalisano
Hay días en que el aula se siente más pesada, en que las palabras salen con menos energía, en que hasta las tareas más simples parecen demandar un esfuerzo enorme. No es pereza, no es falta de compromiso: es cansancio acumulado. Ese desgaste que no aparece de un momento a otro, sino que se va instalando de forma silenciosa, gota a gota, hasta que de pronto se vuelve evidente. En la docencia, donde la presencia, la paciencia y la creatividad son herramientas diarias, el cansancio no solo afecta a quien lo padece, sino también al vínculo con los estudiantes y a la calidad de las experiencias que se comparten.
El trabajo pedagógico demanda estar atento a múltiples estímulos al mismo tiempo: las preguntas de los alumnos, los imprevistos del día, los cambios de plan, las demandas institucionales y, muchas veces, los problemas personales que uno carga desde fuera de la escuela. Cuando el cansancio se acumula, la capacidad de procesar todo esto se reduce. Aparecen lapsos de desconcentración, la memoria falla en momentos clave y las reacciones pueden volverse más cortas o menos pacientes.
Uno de los efectos más notables es la disminución en la creatividad para enseñar. Cuando la mente está agotada, resulta más difícil encontrar nuevas maneras de explicar un tema, improvisar frente a un imprevisto o captar la atención de un grupo distraído. En su lugar, se tiende a recurrir a rutinas más mecánicas, que, aunque cumplen la función, carecen de esa chispa que hace que una clase sea memorable.
El cansancio acumulado también afecta la comunicación. Un docente agotado puede tener menos tolerancia a las interrupciones, interpretar un comentario como una falta de respeto cuando no lo es, o responder de forma brusca sin proponérselo. Esto impacta en el clima del aula, ya que los estudiantes perciben el estado emocional del docente y pueden reaccionar de maneras variadas: algunos se retraen, otros se vuelven más inquietos y otros aprovechan para desafiar los límites.
No hay que olvidar que el desgaste físico se combina con el emocional. Las largas jornadas de pie, las voces que deben proyectarse para ser escuchadas, el tiempo extra dedicado a planificar y corregir, se suman a la carga emocional de acompañar procesos de aprendizaje y atender situaciones personales de los estudiantes. Esta combinación puede llevar a un agotamiento que no se resuelve con una sola noche de descanso, sino que requiere una gestión consciente del tiempo y de la energía.
Reconocer las señales tempranas es fundamental. Sentir que la motivación baja, que las clases se vuelven más pesadas o que el humor cambia con facilidad son alertas que invitan a frenar y replantear rutinas. No se trata de dejar de trabajar, sino de buscar pequeños ajustes que permitan recuperar energía: pausas más frecuentes, colaboración con colegas para distribuir tareas, o incorporar prácticas de cuidado personal antes y después de la jornada.
En este punto, es importante destacar que el cansancio acumulado no es una falla profesional. Forma parte de la condición humana y, en el caso de la docencia, se ve potenciado por el nivel de interacción constante que requiere la tarea. Asumir que se necesita descanso no es debilidad, es una forma de garantizar que la enseñanza se sostenga en el tiempo sin perder calidad.
La gestión institucional también puede marcar una diferencia. Un entorno escolar que reconoce los límites humanos y que busca organizar el trabajo de forma razonable contribuye a reducir el desgaste. La sobrecarga de reuniones, la burocracia innecesaria o la falta de recursos obligan a los docentes a multiplicar esfuerzos, lo que acelera el cansancio. Por el contrario, espacios de trabajo colaborativo, calendarios bien planificados y apoyos concretos en momentos de alta demanda permiten que el docente se concentre en su tarea principal: enseñar.
En el aula, cuando el cansancio es inevitable, una estrategia útil es reducir la presión sobre uno mismo. Esto implica aceptar que no todas las clases serán perfectas y que, a veces, es válido utilizar recursos más simples o actividades más tranquilas que permitan al grupo avanzar sin exigir al docente un esfuerzo extra que no puede dar en ese momento. También es clave apoyarse en los estudiantes, asignándoles roles activos para que el aprendizaje sea compartido.
El cansancio acumulado no es solo un estado físico o mental, es una señal de que el cuerpo y la mente necesitan reorganizar sus prioridades. Ignorarlo puede llevar a consecuencias más serias, como el agotamiento crónico o la pérdida de motivación por la profesión. Escucharlo, en cambio, puede convertirse en una oportunidad para repensar el modo en que se enseña, se organiza el tiempo y se cuida la propia salud.
En definitiva, la tarea pedagógica no puede sostenerse de manera saludable sin contemplar el descanso como parte de la planificación. Recuperar energía no es un lujo, es una inversión en la calidad del trabajo y en el bienestar de todos los que forman parte de la experiencia educativa. Un docente que se cuida no solo protege su salud, sino que también ofrece un ejemplo valioso a sus estudiantes sobre cómo enfrentar las demandas de la vida sin perderse a uno mismo en el camino.