Por: Maximiliano Catalisano

En cada institución educativa hay momentos en los que es necesario sentarse a conversar, revisar lo que funciona y replantear lo que no. El desafío no es solamente llegar a un consenso en el papel, sino lograr que ese acuerdo se viva en la práctica, día tras día, sin que se diluya con el paso del tiempo. Lo que comienza como un compromiso compartido muchas veces se desvanece entre la rutina, los cambios de personal o las tensiones propias del año escolar. Sin embargo, cuando los acuerdos son claros, realistas y sentidos por toda la comunidad, se convierten en un eje que ordena la convivencia y potencia el trabajo conjunto. La pregunta es: ¿cómo hacer para que esto suceda?

Un acuerdo escolar no es solo un listado de reglas o un acta firmada. Es un pacto vivo, que refleja las necesidades, valores y objetivos comunes de quienes integran la escuela. Por eso, antes de redactarlo, es fundamental escuchar las distintas voces, comprender los contextos y reconocer que cada institución tiene su propia cultura. La clave está en que todos los involucrados sientan que han participado en su construcción y que ese documento no les es impuesto, sino que responde a un interés genuino.

La importancia de un proceso participativo

Cuando los acuerdos se construyen desde la imposición, se corre el riesgo de que sean percibidos como una obligación externa. En cambio, si el camino hacia ellos incluye espacios de diálogo, debate y reflexión, la comunidad los adopta como propios. No se trata de que todas las personas piensen igual, sino de encontrar un punto en el que las diferencias puedan convivir. Esto implica paciencia, apertura y un compromiso real para escuchar lo que el otro tiene para decir.

Los estudiantes, por ejemplo, pueden aportar una mirada fresca sobre los problemas de convivencia y proponer soluciones creativas. El personal docente y administrativo, por su parte, aporta experiencia y conocimiento de la dinámica escolar. Las familias, en tanto, suman la perspectiva del hogar y las expectativas hacia la escuela. Cuantas más miradas se integren, más sólido será el resultado.

acuerdos claros y alcanzables

Un error frecuente es intentar abarcar demasiado. Los acuerdos más duraderos son aquellos que priorizan lo esencial y lo expresan con un lenguaje claro y comprensible para todos. Si un alumno de primer año no puede entender lo que está escrito, difícilmente lo cumpla. Además, los compromisos deben ser realistas: prometer lo que no se puede cumplir solo genera frustración y desconfianza.

Un buen ejercicio es plantear metas concretas, medibles y revisables. Por ejemplo, si se acuerda reducir los conflictos en el recreo, se puede establecer un plan específico con responsables, tiempos y estrategias de seguimiento. Esto permite verificar si se avanza y ajustar lo necesario.

El seguimiento como parte del compromiso

Firmar un acuerdo es apenas el comienzo. Lo que le da fuerza es su seguimiento. Reuniones periódicas para evaluar su cumplimiento, encuestas para recoger percepciones y espacios de ajuste ayudan a mantenerlo vivo. Sin estos recordatorios, lo pactado corre el riesgo de quedar archivado.

También es importante reconocer los logros. Celebrar que un objetivo se cumplió o que se superó un desafío refuerza el sentido de pertenencia y motiva a continuar. El reconocimiento no siempre tiene que ser formal: a veces, un simple comentario positivo en una reunión puede marcar la diferencia.

Adaptarse a los cambios

La vida escolar es dinámica. Los acuerdos que hoy funcionan pueden necesitar ajustes mañana. Cambios en la matrícula, en el equipo docente o en las condiciones externas pueden modificar el escenario. Por eso, la flexibilidad es esencial. Mantener un canal abierto para revisar y adaptar los compromisos evita que se vuelvan obsoletos o desconectados de la realidad.

Esto no significa cambiar todo cada vez que surge un problema, sino revisar con criterio y evaluar si las modificaciones benefician al conjunto. Un acuerdo que se ajusta para responder mejor a las necesidades presentes demuestra que está vivo y que la institución está atenta a su contexto.

El valor del ejemplo

Ningún acuerdo escolar se sostendrá si quienes deben aplicarlo no lo respetan. El ejemplo, tanto de docentes como de directivos y personal de apoyo, es la herramienta más poderosa para consolidarlo. Los estudiantes aprenden más de lo que ven que de lo que se les dice. Si observan coherencia entre lo que se acuerda y lo que se hace, entenderán que el compromiso es auténtico.

Esto también aplica a las familias. Si en casa se refuerzan los valores y normas pactados en la escuela, el mensaje se multiplica y se vuelve más fuerte. La colaboración entre ambos espacios es fundamental para que el acuerdo se mantenga.

Construir una cultura de compromiso

Más allá de un documento, un acuerdo escolar duradero es el reflejo de una cultura de compromiso. Se construye con tiempo, diálogo y constancia. Requiere que todos comprendan que no es un simple requisito administrativo, sino una herramienta para mejorar la convivencia y el aprendizaje.

Cuando la comunidad escolar logra sostener sus acuerdos, se genera un clima en el que las diferencias se gestionan con respeto y los conflictos se resuelven con criterios compartidos. Esto no significa que no haya problemas, sino que existe un marco común para abordarlos. Esa confianza en el proceso es la que hace que los acuerdos resistan el paso del tiempo.

En definitiva, lograr que un acuerdo escolar se sostenga no depende de una fórmula mágica, sino de la combinación de participación, claridad, seguimiento, adaptación y ejemplo. Es un trabajo constante, pero sus frutos valen el esfuerzo: una comunidad más unida, una convivencia más armónica y un camino claro para el futuro.