Hay algo que se pierde cuando la escuela se vuelve predecible. Cuando cada lunes parece un calco del anterior. Cuando los estudiantes ya saben lo que va a pasar apenas cruzan la puerta del aula. Cuando las consignas, las formas, los modos y hasta los comentarios parecen repetirse como si estuvieran en un bucle. ¿Qué efecto tiene esa repetición constante sobre quienes enseñan y quienes aprenden? ¿Qué espacio queda para la sorpresa, el asombro o la iniciativa cuando todo ya está dado de antemano? ¿Cómo se construye una experiencia educativa auténtica si la rutina ocupa todos los rincones?

La previsibilidad puede dar cierta tranquilidad, un marco ordenado, una base sobre la cual apoyarse. Pero cuando se convierte en el único ritmo de la escuela, cuando aplasta toda posibilidad de novedad, empieza a vaciar de sentido lo que se hace. El problema no es la rutina en sí, sino la rutina sin intención, sin preguntas, sin reinvención. Esa que se impone porque “siempre se hizo así” y que nadie se detiene a revisar.

Los estudiantes necesitan más que un horario predecible

Un cronograma claro, una estructura que organice el tiempo escolar, es necesario. Pero eso no alcanza para motivar, para despertar interés, para invitar a aprender. Cuando un estudiante ya sabe qué va a pasar, cómo va a evaluarse, qué se espera de él o ella y cómo debe comportarse sin que eso implique ningún tipo de desafío, lo más probable es que se desconecte. Puede que cumpla, que entregue, que responda. Pero lo hará sin entusiasmo, sin implicarse de verdad. Porque no hay nada en juego.

Por el contrario, cuando una clase sorprende, cuando se habilita una pregunta distinta, cuando se rompe por un momento la forma esperada de enseñar, algo cambia. Se activa otra disposición. El aprendizaje necesita también de lo inesperado, de lo que interrumpe la rutina, de lo que obliga a pensar de nuevo. La escuela no puede ser un lugar donde todo transcurre de manera automática.

El rol docente frente a la rutina

No solo los estudiantes padecen la escuela que se vuelve predecible. También lo hacen quienes enseñan. Repetir año tras año el mismo contenido, de la misma manera, con las mismas palabras, desgasta. Cuando el trabajo docente se reduce a aplicar lo que ya está armado, se pierde el sentido de pensar la enseñanza como un acto creativo. Cada grupo es distinto. Cada año trae nuevas realidades. Cada clase puede ser una oportunidad para algo diferente, aunque el tema sea el mismo.

Salir de la previsibilidad no requiere hacer todo nuevo o vivir innovando. A veces se trata de pequeñas variaciones que cambian el clima de una clase: una forma distinta de preguntar, una consigna que convoque al grupo desde otro lugar, una dinámica que interpele a quienes suelen quedar en silencio. Salirse de la inercia requiere mirar con atención lo que sucede, animarse a modificar, a probar, a arriesgar.

El riesgo de la escuela automatizada

Cuando todo en la escuela se vuelve previsible, el vínculo con el conocimiento se vuelve mecánico. Se enseña para cumplir con los contenidos. Se aprende para aprobar. Se repite para que no haya conflictos. Esa lógica va debilitando la experiencia educativa, que ya no se vive como algo transformador, sino como un trámite. Y así, muchos estudiantes pierden interés, y muchos docentes pierden pasión.

Pero también se pierde algo más profundo: el sentido de comunidad. Porque cuando todo está pautado, controlado y reglado, se deja poco espacio para la palabra compartida, para el encuentro genuino, para la escucha atenta. La escuela se vuelve un lugar de paso, en lugar de un espacio de construcción colectiva.

Dar lugar a lo inesperado es una forma de enseñar

La posibilidad de cambiar lo predecible por lo posible no pasa solo por grandes reformas ni por programas externos. Pasa por la decisión cotidiana de no hacer de la rutina un refugio inmóvil. Pasa por revisar lo que se hace y cómo se hace. Por animarse a habilitar preguntas que no tienen respuesta inmediata. Por permitir que los estudiantes tomen la palabra, propongan, se equivoquen, inventen. Por encontrar momentos donde la clase se desvíe del plan porque algo interesante surgió.

La sorpresa, el juego, el humor, la conversación sin urgencia, pueden ser caminos para eso. Pero no como recurso decorativo, sino como parte del acto de enseñar. Enseñar no es solo transferir conocimientos. Es generar condiciones para que algo suceda entre quienes están en el aula. Y para que eso suceda, hace falta que lo inesperado tenga lugar.

una escuela viva no es la que cambia todo el tiempo, sino la que está atenta a su tiempo

La transformación no implica desechar lo que sirve, ni hacer de la novedad un mandato vacío. Implica estar atentos. Escuchar lo que pasa en cada aula. Preguntarse por lo que ya no funciona. Repensar las prácticas sin miedo a perder el control. Y, sobre todo, darle a la experiencia escolar un sentido que no sea solo cumplir horarios o seguir consignas.

Si cada año, cada grupo y cada estudiante son distintos, ¿por qué la escuela debería ser siempre igual? La educación tiene sentido cuando se construye en diálogo con lo real. Y lo real cambia. Por eso, una escuela que se repite sin cesar deja de ver lo que pasa delante suyo. Y una escuela que se atreve a dejar espacio para lo que no estaba previsto puede volver a conectarse con lo más valioso: el deseo de aprender.