Por: Maximiliano Catalisano
Hay pocas situaciones más sensibles en una escuela que cuando alguien externo entra a observar una clase. El aula, espacio íntimo y dinámico, cambia en presencia de quien observa. La voz del docente se cuida más, el gesto se vuelve más medido y hasta los estudiantes perciben el cambio. ¿Cómo acompañar entonces sin alterar? ¿Cómo entrar en ese territorio sin romper el ritmo ni la confianza? La observación áulica es una herramienta valiosa si se realiza con respeto, preparación y un propósito claro. Convertirla en una práctica que invite a la mejora y no al control es uno de los desafíos más importantes de la gestión pedagógica.
El valor de la observación pedagógica
Observar no es espiar. No se trata de fiscalizar ni de evaluar con una lista de chequeo. Una observación valiosa es aquella que se realiza con intención formativa, con la mirada puesta en la práctica y no en la persona, y con el objetivo de construir un espacio de intercambio posterior. Para eso, hay que planificar. No se improvisa una observación efectiva el mismo día, ni se entra al aula “a ver qué pasa”.
Una buena observación parte de acuerdos previos. Es importante conversar con el docente antes del ingreso, compartir los motivos, acordar el momento y conocer el enfoque de la clase. Esto permite que la presencia no resulte sorpresiva, sino parte de un proceso compartido.
Cómo preparar una observación que acompañe
Antes de ingresar a un aula, el observador debe saber qué buscar y por qué. Las observaciones sin foco generan ansiedad y no aportan herramientas concretas. Por eso, es recomendable definir de antemano qué aspectos de la clase serán el objeto de análisis. Puede tratarse del uso del tiempo, la interacción con los estudiantes, el manejo de materiales, o el desarrollo de una estrategia didáctica puntual. Lo importante es que haya un sentido claro.
También es útil llevar un registro. No para juzgar ni calificar, sino para poder ofrecer luego ejemplos concretos, preguntas que abran al análisis, y datos que respalden las devoluciones. El lenguaje debe ser descriptivo y cuidadoso. No se trata de decir lo que estuvo “bien” o “mal”, sino de narrar lo que se vio y proponer una mirada más profunda.
La importancia del después
La observación no termina cuando se cierra la puerta del aula. El momento más potente viene después, en la conversación. Allí es donde se construye sentido, se conectan ideas, se abre la posibilidad de mejorar. Una devolución respetuosa, con tiempos adecuados y en un espacio tranquilo, puede transformar la experiencia en algo positivo para quien enseñó.
Ese diálogo debe tener forma de intercambio. No se trata de imponer interpretaciones, sino de proponer una lectura compartida. Preguntar antes que señalar. Escuchar antes que hablar. Invitar a que el docente reflexione sobre lo que vivió, y sumar desde lo que se observó. La clave está en generar confianza y mostrar que la intención es genuina: acompañar el crecimiento profesional.
Mirar lo colectivo sin dejar lo individual
Aunque las observaciones suelen centrarse en lo que hace un docente, es importante no perder de vista que lo que ocurre en un aula está enmarcado por decisiones institucionales. Condiciones edilicias, cantidad de estudiantes, disponibilidad de recursos, acuerdos pedagógicos, todo influye en lo que se puede y no se puede hacer. Por eso, el análisis posterior debe tener en cuenta ese contexto.
A la vez, cada clase es única. La dinámica del grupo, el vínculo con el docente, el momento del año, todo configura una situación irrepetible. Por eso, conviene evitar generalizaciones o recetas. La observación debe permitir pensar con matices, sin juicios cerrados.
El rol del observador también se aprende
No cualquiera puede observar y acompañar. Se requiere formación, práctica y una actitud humilde. Es importante conocer marcos teóricos, pero también contar con sensibilidad pedagógica. Un buen observador es alguien que sabe mirar más allá de lo obvio, que detecta pequeñas decisiones con gran impacto, que comprende el esfuerzo que implica sostener una clase, y que sabe ponerse en el lugar del otro.
También es alguien que puede recibir preguntas, repensar sus propias prácticas y reconocer que la observación es, en sí misma, una oportunidad de aprendizaje compartido.
Hacia una cultura de acompañamiento
Cuando la observación áulica se convierte en una práctica habitual, dialogada y respetuosa, deja de ser un momento temido y pasa a ser parte del trabajo docente cotidiano. No es necesario esperar a una instancia formal para mirar lo que pasa en las aulas. Las puertas abiertas, las visitas entre colegas, la construcción de confianza, todo contribuye a que enseñar y observar se vivan como dos caras del mismo proceso.
Para eso, la escuela debe generar condiciones. Tiempo para planificar, espacios para conversar, y, sobre todo, una cultura institucional que valore la reflexión como parte esencial del quehacer docente.