Por: Maximiliano Catalisano

Cuando se menciona la educación emocional en la escuela, muchas veces se la reduce a una charla suelta, una actividad aislada o una reacción espontánea frente a un conflicto. Sin embargo, enseñar a reconocer, expresar y regular las emociones no es algo que se pueda dejar librado a la intuición. Mucho menos en un contexto en el que los estudiantes llegan al aula con mochilas personales complejas, marcadas por experiencias diversas que impactan directamente en sus modos de aprender, convivir y vincularse. Incorporar la educación emocional en la planificación escolar no solo es posible: es urgente, y puede transformar por completo el modo en que se enseña y se acompaña.

No es una moda, es una necesidad

Enseñar emociones no es una novedad ni una tendencia. Es una necesidad que responde a lo que pasa en el aula todos los días. Estudiantes que no saben poner en palabras lo que sienten, que reaccionan con violencia, que se aíslan, que se frustran con facilidad. Docentes que intentan sostener la tarea sin herramientas para abordar situaciones cada vez más complejas. La educación emocional no resuelve todos los problemas, pero brinda un marco para entender lo que pasa y actuar de manera consciente.

Cuando se planifica con este enfoque, no se trata de sumar una hora extra o una materia específica. Se trata de incluir la dimensión emocional en la forma de enseñar. Esto implica pensar cómo se da la bienvenida al aula, cómo se gestionan los tiempos, cómo se resuelven los conflictos, cómo se acompaña a quienes se sienten mal o quedan al margen. No hay recetas mágicas, pero sí hay decisiones pedagógicas que pueden hacer una diferencia.

Trabajar con intencionalidad pedagógica

La educación emocional debe estar pensada, no improvisada. Para que eso ocurra, es necesario incluir objetivos concretos en las planificaciones. Por ejemplo, trabajar el reconocimiento de emociones en los primeros años de escolaridad puede ser un eje transversal a todas las áreas. Nombrar lo que se siente, aprender a identificar cómo se manifiestan las emociones en el cuerpo, ofrecer recursos para expresar lo que cuesta decir. Todo eso puede abordarse desde la literatura, el arte, la conversación grupal o el juego simbólico.

En niveles más avanzados, se puede trabajar la toma de decisiones, la empatía, la conciencia sobre el impacto de las palabras, la regulación del enojo. Estas habilidades no se enseñan con definiciones, sino con experiencias. Por eso es clave que los docentes cuenten con recursos, tiempos y espacios para planificar estas propuestas. No se trata de improvisar actividades aisladas, sino de integrarlas en proyectos que tengan continuidad.

Formarse para acompañar

Una de las grandes dificultades para trabajar la educación emocional en la escuela es que muchos docentes no se sienten preparados para hacerlo. Y eso es comprensible: la formación docente inicial no siempre brinda herramientas suficientes en este campo. Sin embargo, no hace falta ser psicólogo para acompañar emocionalmente. Hace falta observar, escuchar, generar espacios seguros, y, sobre todo, revisar las propias prácticas.

Los docentes también tienen emociones, y muchas veces sus reacciones frente a un conflicto están atravesadas por el cansancio, la frustración o la angustia. Por eso, para poder sostener emocionalmente a un grupo, también es importante que las escuelas cuenten con tiempos de encuentro entre adultos, donde se puedan compartir experiencias, dudas y estrategias. Nadie enseña a otro a reconocer lo que siente si no ha podido, mínimamente, reconocerlo en sí mismo.

Propuestas posibles desde el aula

Una buena manera de empezar a incluir la educación emocional en la escuela es a través de rutinas simples. Por ejemplo, abrir la jornada con una pregunta que permita a los estudiantes conectar con cómo se sienten. Cerrar el día con una reflexión compartida. Usar cuentos, canciones o películas como disparadores para hablar de lo que duele, lo que alegra, lo que cuesta. Invitar a escribir diarios personales, armar murales colectivos, crear espacios de escucha.

La clave es que estas propuestas no se agoten en una sola vez. Que tengan continuidad, que vuelvan, que se integren al modo en que se enseña. Que los estudiantes sientan que la escuela es un lugar donde lo que sienten importa, donde se puede hablar sin miedo, donde las emociones no son vistas como un obstáculo para aprender, sino como parte del aprendizaje mismo.

La importancia de los acuerdos institucionales

Ningún docente puede sostener la educación emocional si no hay un respaldo institucional. Eso implica que la escuela, como colectivo, se piense a sí misma también desde este enfoque. ¿Qué pasa cuando un estudiante se desregula? ¿Cómo se interviene? ¿Quién acompaña? ¿Qué lugar ocupan las familias? ¿Se les abre un canal de diálogo real o solo se las convoca cuando hay problemas?

Tener acuerdos claros, protocolos cuidados, espacios de formación interna y equipos que acompañen hace que esta tarea deje de ser una carga individual y se convierta en una responsabilidad compartida. La educación emocional no se impone. Se construye, se conversa, se ajusta. Pero para eso, hay que planificarla.

Mirar lo emocional como parte de lo escolar

En definitiva, no se trata de sumar tareas, sino de mirar de otro modo lo que ya se hace. Cada clase, cada recreo, cada reunión con familias, cada intercambio entre docentes puede ser una oportunidad para promover el desarrollo emocional. No hace falta esperar a que algo estalle para hablar de lo que se siente. Al contrario, cuanto más naturalizado esté este enfoque, más chances habrá de prevenir situaciones que de otro modo escalan sin contención.

Las emociones están en la escuela. La pregunta es si las miramos o las negamos. Si las incluimos o las tememos. Si las trabajamos o las dejamos al azar. Apostar a una educación emocional planificada no es una solución mágica. Pero sí es una decisión pedagógica profunda, valiente y urgente.