Por: Maximiliano Catalisano
Hay algo especial en los pequeños gestos que marcan el comienzo y el final de cada día escolar. Un saludo, una canción, una reflexión o una simple ronda de palabras pueden parecer acciones cotidianas, pero esconden un enorme valor pedagógico y emocional. Los rituales escolares no son solo una costumbre o una rutina: son momentos simbólicos que dan identidad al grupo, generan pertenencia y ayudan a que los estudiantes vivan la escuela como un espacio seguro y significativo. En un tiempo donde lo urgente muchas veces ocupa el lugar de lo importante, volver a dar sentido a los comienzos y cierres de cada jornada puede transformar la experiencia educativa en algo mucho más humano y profundo.
Los rituales al iniciar el día ayudan a crear un clima emocional propicio para el aprendizaje. No se trata solo de dar la bienvenida, sino de ofrecer un marco que organice, anticipe y predisponga a los estudiantes para lo que vendrá. Cuando el grupo se reúne, se mira a los ojos y comparte un momento de conexión, se activa algo esencial: la sensación de que “estamos juntos en esto”. Puede ser una breve ronda de saludos, una consigna del día, una lectura, o simplemente un espacio para compartir cómo se siente cada uno. Estos instantes, aunque breves, fortalecen los lazos y favorecen la comunicación entre los integrantes del grupo.
La llegada a la escuela no siempre es fácil. Algunos niños y adolescentes llegan cargados de emociones, preocupaciones o cansancio. Un ritual de inicio funciona como una transición, un puente entre el afuera y el adentro, entre la vida personal y la vida escolar. Permite dejar atrás el ruido de la calle o los conflictos del hogar, para entrar en otro ritmo, más pausado y consciente. En ese sentido, el docente cumple un rol clave como guía que acompaña y orienta el clima del grupo. No se trata de imponer una forma única, sino de construir entre todos un momento que tenga significado y que invite a estar presentes de verdad.
El valor del cierre como espacio de reflexión y reconocimiento
Así como los inicios marcan el tono del día, los cierres permiten darle sentido a lo vivido. Muchas veces las clases terminan entre el apuro de guardar materiales o el sonido del timbre, pero detenerse unos minutos para cerrar la jornada puede cambiar la manera en que los estudiantes la recuerdan. Un buen cierre no tiene que ser largo ni solemne: puede ser un comentario sobre lo aprendido, un aplauso compartido, una frase que resuma el día o una simple despedida que transmita afecto. Lo importante es que haya un reconocimiento de lo transitado, un gesto que comunique “esto tuvo valor, valió la pena”.
Culminar el día con un ritual contribuye a consolidar aprendizajes, a fortalecer la memoria emocional y a construir sentido de continuidad. También ayuda a gestionar las emociones, sobre todo en los grupos que enfrentan tensiones o conflictos. Un cierre compartido puede ser un momento para agradecer, para pedir disculpas, o para proyectar lo que vendrá mañana. En la escuela, donde cada jornada está cargada de vínculos, desafíos y aprendizajes, estos espacios de encuentro favorecen la convivencia y la empatía.
En las escuelas de nivel inicial, los rituales suelen tener una presencia más visible: canciones de bienvenida, saludos al sol, rondas de despedida. Sin embargo, en la escuela primaria y secundaria también pueden adaptarse y resignificarse según la edad de los alumnos. Un minuto de silencio para pensar, una frase elegida por el grupo, una reflexión compartida o incluso una práctica de respiración pueden cumplir la misma función simbólica. Lo importante es sostener la intención: generar un tiempo para reconocer el valor del encuentro y el esfuerzo compartido.
Rituales que fortalecen la identidad y la convivencia escolar
Los rituales escolares también tienen un valor institucional. Cuando se repiten y se sostienen en el tiempo, crean tradiciones que fortalecen la identidad de la escuela y el sentido de pertenencia de quienes la integran. Los alumnos esperan esos momentos, los reconocen como propios y los asocian con la seguridad de lo conocido. En una época en la que todo cambia con rapidez, los rituales ofrecen estabilidad, una referencia que da estructura emocional y simbólica. Son una forma de cuidar el clima escolar y de transmitir valores de respeto, escucha y comunidad.
Además, los rituales pueden funcionar como estrategias preventivas frente a conflictos o situaciones de desmotivación. Cuando los estudiantes saben que al comenzar el día serán escuchados, o que al finalizar podrán expresar cómo se sintieron, se abre un espacio para la palabra que previene tensiones y fortalece la confianza. Estos momentos no deben entenderse como pérdida de tiempo, sino como inversión en el bienestar del grupo y en la disposición al aprendizaje. Una escuela que cuida los tiempos y las emociones es una escuela que enseña más y mejor.
Iniciar y cerrar la jornada con sentido también tiene un impacto en los docentes. Los rituales permiten ordenar el tiempo, detener la marcha, respirar y reconectar con la tarea. En muchas ocasiones, estos espacios se convierten en oportunidades para reconocer los logros del grupo o para revisar lo que puede mejorarse sin juicio ni presión. Así, la rutina diaria se transforma en una secuencia con sentido, donde cada día tiene un comienzo que invita y un final que deja huella.
Pequeños gestos que dejan grandes huellas
No hacen falta grandes preparativos ni materiales especiales para implementar rituales en el aula. Basta con una actitud atenta y coherente, y con la voluntad de sostener en el tiempo aquello que da sentido a la experiencia escolar. Un docente que mira, que saluda con calidez, que cierra el día con una palabra amable, está enseñando mucho más que contenidos. Está enseñando a convivir, a cuidar y a valorar el paso del tiempo compartido.
Los rituales, en definitiva, son una forma de humanizar la escuela. De recordarnos que enseñar y aprender no son actos mecánicos, sino profundamente humanos. Que el comienzo del día puede ser una oportunidad para inspirar y que el cierre puede ser un momento para agradecer. Son pequeños anclajes que dan forma al tiempo y que, sin grandes discursos, dejan marcas profundas en la memoria afectiva de los estudiantes.
Cuando la escuela recupera el valor de los rituales, recupera también su esencia: la de ser un lugar donde se aprende con otros, donde cada día tiene sentido, y donde las rutinas se transforman en experiencias que acompañan toda la vida.