Por: Maximiliano Catalisano

Hay nombres que no se borran con el paso del tiempo, y Sócrates es uno de ellos. Su figura, envuelta en la bruma de la Atenas antigua, sigue iluminando el camino de quienes buscan comprender qué significa enseñar y aprender. No dejó escritos ni tratados, y sin embargo su manera de educar transformó para siempre la historia del pensamiento. En tiempos donde la enseñanza se reconfigura frente a la tecnología y los nuevos desafíos sociales, vale la pena detenerse y volver a escuchar esa voz que, hace más de dos mil años, ya defendía una educación centrada en el diálogo, la reflexión y la búsqueda interior de la verdad.

El método socrático no fue una técnica ni una fórmula, sino una forma de vida. Enseñar, para Sócrates, era acompañar al otro en el descubrimiento de su propio conocimiento. No pretendía llenar la mente de sus discípulos con información, sino despertar en ellos el deseo de pensar. En una época donde los maestros eran oradores que se enorgullecían de su sabiduría, él eligió un camino distinto: el de la pregunta. Y en esa decisión está uno de los legados más profundos que la educación todavía conserva.

El arte de enseñar preguntando

Sócrates creía que el conocimiento verdadero no podía imponerse desde afuera. Sostenía que la verdad ya habitaba en el alma de cada persona, pero que debía ser revelada a través del diálogo. Por eso comparaba su tarea con la de una partera: ayudaba a “dar a luz” las ideas. A este proceso lo llamó mayéutica, que significa precisamente “arte de dar a luz”. No enseñaba desde la autoridad, sino desde la conversación. Preguntaba, cuestionaba, ponía en duda las certezas. No buscaba respuestas inmediatas, sino pensamiento genuino.

Este método nacía de una profunda confianza en la capacidad humana para razonar. Sócrates caminaba por las calles de Atenas conversando con jóvenes, comerciantes y políticos. Su aula era la ciudad. Preguntaba qué era la justicia, la valentía o la belleza, y obligaba a quienes lo escuchaban a pensar más allá de las apariencias. Lo hacía con humildad, reconociendo que él mismo no tenía todas las respuestas. Su famosa frase “solo sé que no sé nada” resume la actitud esencial del verdadero maestro: aquel que enseña a partir de la duda, no de la certeza.

De la Atenas clásica al aula moderna

Aunque hayan pasado siglos, la pedagogía socrática sigue respirando en muchas prácticas educativas actuales. Cuando un docente pregunta en lugar de afirmar, cuando guía a sus alumnos hacia la reflexión en lugar de ofrecer respuestas cerradas, está reviviendo la enseñanza de Sócrates. En la escuela moderna, este espíritu se encuentra en los debates, en la educación filosófica, en las metodologías activas que promueven el pensamiento crítico y la participación.

El diálogo socrático se convirtió en el antecedente de la educación participativa. En lugar de ver al estudiante como un receptor pasivo, lo considera un sujeto que construye su propio conocimiento. Este enfoque se encuentra hoy en la base de las pedagogías contemporáneas que valoran la autonomía y la curiosidad. El maestro deja de ser quien transmite verdades y pasa a ser un acompañante del proceso de búsqueda.

La educación actual, en sus mejores expresiones, intenta volver a ese punto de equilibrio donde enseñar no es imponer, sino provocar. En tiempos donde la información es infinita, la tarea más importante no es memorizar datos, sino aprender a pensar. Sócrates ya lo sabía: la mente humana crece cuando se enfrenta a preguntas que la obligan a mirar más allá.

El valor del pensamiento crítico

La enseñanza socrática nos recuerda que el conocimiento sin reflexión puede volverse vacío. Educar no es solo instruir, sino formar personas capaces de cuestionar lo que ven y escuchan. En la sociedad actual, donde las opiniones se multiplican y los discursos se confunden, la capacidad de analizar, discernir y argumentar se vuelve una necesidad. Y eso fue, precisamente, lo que Sócrates intentó enseñar: el valor del pensamiento propio.

Su legado también nos invita a reconsiderar el lugar del error. En su método, equivocarse no era un fracaso, sino parte del aprendizaje. Cada error abría un nuevo camino para el razonamiento. En lugar de castigar la ignorancia, Sócrates la transformaba en punto de partida. Esta visión, tan humana y respetuosa, ofrece una lección poderosa para los educadores contemporáneos: enseñar no es corregir, sino acompañar a descubrir.

El maestro como guía y compañero

En la figura de Sócrates se encuentra un modelo de maestro que no domina, sino que acompaña. Su relación con los alumnos era de respeto y cercanía. No pretendía que pensaran como él, sino que pensaran por sí mismos. En un mundo donde muchas veces se mide el aprendizaje por resultados, Sócrates nos recuerda que la educación es un proceso interior, lento, artesanal, que se nutre de la conversación y del asombro.

El maestro socrático no busca aplausos ni poder, sino comprensión. No instruye, sino que despierta. Enseñar, en su sentido más puro, es encender una chispa. Y esa chispa, una vez encendida, puede iluminar generaciones.

Un eco que no se apaga

A más de dos milenios de su muerte, la pedagogía socrática sigue viva porque apela a lo esencial del ser humano: la necesidad de pensar y dialogar. En cada clase donde un docente formula una pregunta que hace callar el aula y provoca reflexión, allí está Sócrates. En cada estudiante que se atreve a dudar, a preguntar, a no conformarse con la respuesta fácil, también está su espíritu.

Hoy la educación enfrenta nuevos escenarios: aulas digitales, inteligencia artificial, entornos virtuales. Pero incluso en medio de esos cambios, el método socrático mantiene su vigencia. Porque ninguna tecnología puede reemplazar la conversación sincera entre dos personas que buscan entender el mundo. Sócrates no tenía pizarrón ni computadora, pero tenía algo que sigue siendo el corazón de la enseñanza: el deseo de comprender junto a los demás.

Su eco resuena en cada rincón donde alguien enseña desde la pregunta y no desde la imposición. La pedagogía socrática no pertenece al pasado, sino al presente de quienes aún creen que la educación es, ante todo, un encuentro humano.