Por: Maximiliano Catalisano
Hubo un tiempo en que aprender no implicaba paredes, pupitres ni timbres. Era la época en que la enseñanza se confundía con el paisaje, y el conocimiento nacía del contacto con la tierra, el agua y el aire. En el siglo XVIII, cuando Europa comenzaba a volverse urbana y los sistemas educativos se centraban en la disciplina y la repetición, un hombre se atrevió a mirar hacia otro lado. Jean-Jacques Rousseau propuso algo tan simple como revolucionario: que la naturaleza debía ser el aula más importante de la infancia. Su pensamiento cambió la manera de entender la educación y sigue siendo, incluso hoy, una invitación a repensar qué significa realmente aprender.
Rousseau nació en Ginebra en 1712 y vivió en una época marcada por los grandes cambios sociales y filosóficos del Iluminismo. Mientras muchos pensadores defendían la razón como el camino hacia el progreso, él sostuvo que la educación debía empezar por el desarrollo natural del niño, no por la imposición de reglas o la acumulación de datos. En su obra Emilio o De la educación, Rousseau escribió que el niño no es un adulto en miniatura, sino un ser con tiempos y modos propios de crecer, y que el papel del maestro debía ser acompañar ese crecimiento sin sofocarlo.
Su propuesta rompía con las prácticas de enseñanza rígidas de su época, donde el castigo y la obediencia eran el centro. Rousseau creía que la infancia debía ser un tiempo de descubrimiento y no de sumisión. La naturaleza, decía, ofrecía las mejores lecciones: enseñaba paciencia, observación, respeto y asombro. Al enfrentarse a lo vivo y lo cambiante, el niño aprendía sin miedo, con curiosidad y con sentido. El conocimiento, entonces, no debía imponerse desde afuera, sino surgir de la experiencia directa con el mundo.
Educar en contacto con la naturaleza significaba, para Rousseau, enseñar a vivir. Las caminatas, los juegos al aire libre y la exploración del entorno eran maneras de aprender sobre las leyes del universo y sobre uno mismo. En lugar de memorizar frases o fórmulas, el alumno debía sentir la realidad con sus propios sentidos. Así, la educación dejaba de ser un proceso mecánico para convertirse en una aventura vital. En el fondo, Rousseau defendía una enseñanza que no solo formara la mente, sino también el carácter, la sensibilidad y la autonomía.
Su visión no fue comprendida de inmediato. Muchos lo acusaron de idealista o de promover una educación poco práctica. Pero con el tiempo, sus ideas se convirtieron en la base de los movimientos pedagógicos más influyentes del mundo moderno. Montessori, Dewey, Freinet y otros educadores retomaron su idea de “aprender haciendo”, de vincular la escuela con la vida y de respetar el ritmo natural del aprendizaje. En cada experiencia educativa que hoy incluye huertas escolares, clases al aire libre o contacto con el entorno, hay una huella de Rousseau.
El concepto de “naturaleza como aula” no se limitaba solo al espacio físico, sino también a una actitud frente a la enseñanza. Rousseau veía en la naturaleza un modelo de equilibrio y armonía. Así como las plantas crecen cuando se les da tiempo y cuidado, los niños aprenden cuando se los acompaña sin apuro. La educación debía ser un proceso orgánico, donde el maestro guiara sin dominar, despertara la curiosidad sin imponer verdades y ayudara al alumno a encontrar su propio camino. En sus palabras, la tarea del educador no era fabricar mentes obedientes, sino formar seres libres.
En este sentido, su pensamiento también fue una crítica profunda al sistema educativo que privilegiaba la repetición por sobre la comprensión. Rousseau advertía que el exceso de información no garantizaba sabiduría. Un niño podía saber mucho, pero si no comprendía el sentido de lo que aprendía, ese conocimiento era estéril. Por eso, insistía en que el aprendizaje debía tener una raíz emocional y vivencial: solo se aprende de verdad aquello que se vive.
Hoy, cuando las aulas se llenan de pantallas y las ciudades crecen más rápido que los árboles, la idea de Rousseau vuelve a tener una fuerza inesperada. La educación ambiental, el aprendizaje basado en la experiencia y los programas que promueven el contacto con la naturaleza son herederos directos de su visión. En un mundo cada vez más digital, enseñar a observar una planta, a escuchar el viento o a cuidar un ecosistema se vuelve una forma de recuperar la sensibilidad que hemos perdido.
Rousseau nos enseñó que educar en la naturaleza no era solo enseñar sobre ella, sino desde ella. Que un niño que se ensucia las manos plantando semillas está comprendiendo más sobre la vida que quien repite una definición. Que aprender a esperar el crecimiento de un árbol enseña más sobre el tiempo que cualquier reloj. Y que cada experiencia directa con el mundo despierta una sabiduría que ningún libro puede reemplazar.
Su mensaje, más de dos siglos después, sigue interpelando a docentes y familias. Tal vez el desafío actual sea volver a mirar el entorno como un espacio educativo, redescubrir el valor de la experiencia, permitir que los niños aprendan a su propio ritmo y recuperar el vínculo entre conocimiento y asombro. Rousseau no pensó una escuela de paredes, sino una escuela del mundo. Y en esa idea, profundamente humana, se esconde la posibilidad de una educación más viva, más sensible y más real.
Educar desde la naturaleza, como proponía Rousseau, es recordar que los grandes aprendizajes no siempre nacen en los libros, sino en los momentos de descubrimiento. Que enseñar no es llenar mentes, sino abrir miradas. Y que toda verdadera educación empieza, como la vida misma, con un gesto de curiosidad ante el mundo.
