Por: Maximiliano Catalisano

En un mundo donde muchas veces se confunde educar con instruir, la figura de Paulo Freire emerge como una de las más poderosas en la historia del pensamiento pedagógico. Su concepción de la alfabetización fue mucho más que enseñar a leer y escribir: fue enseñar a pensar, a cuestionar, a transformar. Freire entendió que el acto de leer no se limitaba al texto, sino que implicaba leer el mundo. Esa frase, tan simple y profunda, sintetiza una pedagogía que buscó liberar a los pueblos del silencio impuesto por la opresión cultural, política y social. Su propuesta hizo de la educación un camino hacia la libertad interior y colectiva.

Nacido en Brasil en 1921, Freire vivió de cerca la pobreza y la exclusión. Esa experiencia marcó su visión sobre la educación. No la concibió como un privilegio ni como un proceso neutral, sino como una herramienta de emancipación. Su método de alfabetización, aplicado por primera vez con trabajadores rurales, demostró que enseñar palabras no era suficiente: había que conectar esas palabras con la vida cotidiana, con la realidad de cada comunidad. Para él, cada sílaba aprendida debía ser una llave para comprender el mundo y actuar sobre él.

Freire se rebeló contra lo que llamó la educación bancaria, aquella en la que el docente deposita información en el alumno como si fuera una cuenta vacía. En su lugar, propuso una educación dialógica, donde ambos, educador y educando, se reconozcan como sujetos en proceso de aprendizaje mutuo. En su método, el diálogo era el corazón del conocimiento, y la palabra se convertía en una herramienta de transformación.

Alfabetizar es liberar

Para Freire, alfabetizar significaba mucho más que enseñar letras. Era un acto de liberación. Cuando las personas aprenden a leer y escribir desde su realidad, comienzan también a leer su historia, a comprender las causas de su situación, a descubrir que pueden cambiarla. Por eso, su método siempre partía de las palabras generadoras, es decir, términos que surgían de la vida de los propios participantes: tierra, trabajo, hambre, familia, justicia. Desde esas palabras, se construían lecturas colectivas del mundo.

El aula, en este sentido, no era un espacio cerrado sino una comunidad de reflexión. Freire consideraba que la educación debía fomentar la concientización, entendida como el proceso por el cual las personas toman conciencia de su capacidad para transformar la realidad. No bastaba con aprender a escribir “pan”: había que comprender por qué faltaba el pan. La alfabetización, entonces, no era solo una cuestión técnica, sino política, ética y profundamente humana.

Freire sostenía que toda educación es un acto político. Esto no significaba partidismo, sino asumir que cada práctica educativa implica una posición ante el mundo: o se reproduce el orden establecido, o se contribuye a su transformación. En su pensamiento, enseñar siempre es un acto de esperanza, porque implica creer en la capacidad del ser humano de aprender, reflexionar y reconstruirse.

La pedagogía del oprimido y el poder de la palabra

Su obra más conocida, La pedagogía del oprimido (1968), se convirtió en uno de los textos más influyentes del siglo XX. En ella, Freire expone que los oprimidos no deben ser objetos de ayuda, sino sujetos de su propia liberación. Esa liberación comienza en el lenguaje: cuando el pueblo aprende a nombrar su realidad, deja de ser mudo. Hablar es existir, y el lenguaje compartido se vuelve el primer paso hacia la transformación social.

Freire afirmaba que la palabra verdadera une acción y reflexión. No se trata solo de hablar del mundo, sino de actuar en él para cambiarlo. Por eso, su pedagogía fue profundamente participativa: los estudiantes no recibían respuestas cerradas, sino que construían el conocimiento en diálogo con su maestro y entre sí. El maestro, lejos de ser una autoridad incuestionable, era un acompañante en el proceso de descubrimiento colectivo.

Este enfoque transformó la relación entre educación y poder. Donde antes se enseñaba obediencia, Freire propuso pensamiento crítico. Donde había pasividad, promovió acción. Donde había silencio, trajo palabra. Y donde había miedo, sembró esperanza.

La vigencia de Freire en la educación contemporánea

A más de medio siglo de su obra más célebre, las ideas de Freire siguen siendo un faro en los debates sobre el sentido de educar. En un contexto global donde la tecnología domina la información, pero no necesariamente el pensamiento, su llamado a una educación consciente resulta más actual que nunca.

Las escuelas y universidades que adoptan enfoques participativos, basados en proyectos y diálogo, están recuperando la esencia freireana: aprender desde la vida y para la vida. Su visión resuena también en los movimientos sociales que ven en la educación una forma de empoderamiento colectivo.

Freire demostró que alfabetizar no es solo enseñar a leer textos, sino ayudar a leer el mundo, a comprender las estructuras que lo sostienen y a imaginar otras posibles. Enseñar, para él, era un acto de amor, porque implicaba creer en la capacidad del otro. Decía que nadie educa a nadie, nadie se educa solo: los hombres se educan en comunión, mediatizados por el mundo. Esa frase resume su fe en la palabra compartida y en la educación como experiencia humana de encuentro.

El legado de una educación con sentido humano

El pensamiento de Freire cambió la historia de la pedagogía porque devolvió a la educación su sentido profundo: el de ser una práctica de libertad. Sus ideas inspiraron programas de alfabetización en América Latina, África y Asia, y marcaron generaciones de docentes que entendieron que enseñar no es un acto técnico, sino ético y transformador.

Su legado invita a repensar la tarea docente no como una transmisión de contenidos, sino como una oportunidad para acompañar a otros en el descubrimiento de su voz. La alfabetización freireana no busca moldear, sino despertar. Enseñar, bajo esta mirada, es ayudar a ver el mundo con otros ojos, a construir preguntas, a nombrar lo que antes parecía innombrable.

Hoy, cuando la educación enfrenta desafíos nuevos, desde la exclusión digital hasta la pérdida de sentido en el aprendizaje, volver a Freire es recordar que la verdadera revolución comienza con la palabra. Leer sigue siendo un acto de resistencia. Pensar, un gesto de libertad.

Y cada vez que un docente logra que un alumno comprenda que su voz importa, que su historia tiene valor, que su palabra transforma, entonces el espíritu de Paulo Freire vuelve a vivir en el aula.